Con la toma de La Habana el 31 de diciembre de 1958, se produjo el derrocamiento del régimen de Fulgencio Batista y el triunfo de la revolución cubana liderada por el movimiento 26 de julio, transformada luego en la dictadura de los hermanos Castro que se ha perpetuado hasta nuestros días, con resultados sobradamente conocidos por todos.
Como en esta columna hablamos de motor, resulta sumamente interesante adentrarse en las consecuencias de las políticas revolucionarias sobre el parque móvil de la isla. Hasta ese momento, Cuba era un mercado dominado por los fabricantes americanos, con unas matriculaciones al alza desde los años cuarenta, con más de 150.000 coches particulares circulando en 1958. Son tiempos en que los nuevos modelos de Chevrolet, Packard, Dodge, Studebaker, Cadillac, Pontiac, Ford o Buick eran rápidamente comercializados, en ocasiones incluso antes que en EEUU.
El cambio político supuso la inmediata confiscación de intereses americanos, cuya respuesta fue el embargo comercial, más severo a medida que Cuba se posicionaba como ariete de la URSS, a poco más de 200 millas de la costa de Florida, en plena guerra fría y con el fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos y la crisis de los misiles alimentando las represalias norteamericanas. Esta restricción al libre comercio que tanto perjudica a los cubanos perdura hasta nuestros días, pues si bien fue algo atemperada en la época de la administración Obama, volvió a la rigidez del pasado en el primer mandato de Trump.
El hecho cierto es que los cubanos de a pie llevan 66 años sin poder acceder sin restricciones a un automóvil nuevo o ni tan siquiera pueden importar recambios para los existentes, y han tenido que recurrir al ingenio para mantener sus vehículos en precarios talleres, en los que se adaptan piezas de unos coches para otros, se sustituyen los glotones motores de gasolina V8 por propulsores asiáticos y se replican paños de la carrocería a base de martillo y cincel. También han conseguido que a través de los exiliados hayan llegado piezas esenciales o información técnica para afrontar las reparaciones.
Consecuencia de todo ello es que el tráfico en la isla es una mezcla de lo más variopinta. Conviven los aproximadamente 70.000 coches que se calculan quedan rodando de la época de Batista (muchos incluso de los años treinta y cuarenta) con un amplio contingente de Lada y Moskvich soviéticos de los años setenta y algunos coches europeos de este siglo. Y es que en 2014 se legalizó la compraventa de autos, bajo estrictos controles gubernamentales y con aranceles que multiplican su precio de origen, resultando solo accesibles para los cubanos más adinerados -que también los hay, y con más dólares en el bolsillo mientras más afectos al régimen sean-. Así se comprende que las matriculaciones estén en mínimos, de solo unos 4.000 coches al año, lo que a su vez implica que en el mercado de segunda mano coticen a 10.000 $ autos que en España irían al desguace.
Lo que tanto perjudica a los cubanos resulta ser un verdadero paraíso para los aficionados al motor, con un montón de clásicos protagonizando el tráfico cotidiano, lo que traslada al turista a los años cincuenta y a los espléndidos automóviles americanos de la época, de interminables carrocerías plagadas de cromados y aletas puntiagudas. La mayoría están muy modificados, por pura necesidad de supervivencia, ya que sirven para las actividades habituales de los cubanos, y presentan un aspecto desvencijado, resultando sorprendente que sean capaces de circular tan deteriorados como están. Viéndolos, resulta paradójico que precisamente hayan sido los hermanos Castro los mejores embajadores de la robustez y resistencia de los automóviles americanos, popularmente conocidos como almendrones. Otros pocos ejemplares, normalmente descapotables, conservan su originalidad y están destinados al servicio de taxi turístico, y por poco más de 30 $ (o euros, que al cubano todo le va bien, menos los pesos convertibles) puedes recorrer las calles de La Habana durante un par de horas, arrumbado en el butacón trasero de un magnífico convertible mientras escuchas rugir su motor de 5 litros. Un verdadero placer que contrasta con las penurias de los isleños. Hasta el propio Fidel Castro se despidió de este mundo mostrando las carencias de su país, cuando el UAZ-3151 ruso 4x4 que transportaba sus cenizas por las calles de Santiago de Cuba se averió camino del cementerio, teniendo que ser empujado por cinco soldados, para mofa de los anticastristas.
Como ocurre con este tipo de historias, también hay lugar para rumores, leyendas y mitos, que aquí van desde alimentar el sueño de la posible existencia de dos Ferraris de carreras ocultos quien sabe dónde, al Mercedes 300 SL Gullwing que absolutamente corroído e irrecuperable bajo una mata de plátanos fue fotografiado por Piotr Degler para su fantástico libro Carros de Cuba, o el rastro de los pocos Porsche 356 cubanos que siguió en 2016 Christophorus, la revista oficial de la marca.
El devenir de la historia hizo que la evolución del automóvil se detuviera en Cuba en la nochevieja de 1958, de la misma manera que también puso fin a la larga tradición de sus competiciones del motor. Desde principios de siglo se habían disputado carreras, primero en hipódromos habilitados para ello (Almendares, Oriental Park) y ya en los años cincuenta en instalaciones permanentes, como el autódromo Pepe Conte, en Marianao, un óvalo de 2.000 metros de cuerda con capacidad para 40.000 espectadores. Luego llegaron las populares carreras entre ciudades (Pinar del Río-La Habana, Sagua La Grande-La Habana o La Habana-Güines-Cienfuegos) y finalmente el sueño perseguido: el Gran Premio de Cuba.
Para su disputa, en el mes de febrero de 1957, se trazó un circuito en torno al Malecón de La Habana, de 5.591 metros de longitud, y se programó una carrera de turismos para conductores locales y otra para coches de categoría sport, que atrajo a los mejores pilotos del mundo. El vencedor fue Juan Manuel Fangio, con un Maserati, por delante de Shelby, De Portago, Collins y Gendebien, la flor y nata de la época junto a Moss o Castellotti, que no lograron concluirla. Un año después se volvió a organizar, con la mira puesta en su puntuabilidad para el campeonato del mundo de 1959. Con todo dispuesto para conseguir el éxito pretendido, los acontecimientos tomaron el rumbo contrario.
Hacia las 9 de la noche del 23 de febrero, Fangio, ya pentacampeón del mundo de Fórmula 1, cierra la puerta de la habitación 810 en la 8ª planta del Hotel Lincoln, toma el ascensor que le lleva al hall y allí, mientras departe con colegas y aficionados, siente una pistola en su cuerpo empuñada por un joven que le indica “Fangio, este es el movimiento 26 de julio, tiene que acompañarme”. Una vez en la calle, es introducido en un Plymouth y, tras diversos cambios de lugar, queda retenido en la residencia de la madre de uno de los miembros del comando.
Hasta su liberación 26 horas después en el apartamento del agregado militar de Argentina D. Mario Zaballo, todo el planeta puso sus ojos sobre Cuba para ver la humillación que los revolucionarios propinaban a Batista, empeñado como estaba en negar la convulsa situación política y social de su país. Precisamente para no sentirse más abochornado, se toma la decisión de seguir adelante con el programa de carreras, aún sin el concurso de Fangio.
Los pilotos de aquél tiempo, acostumbrados a ver cómo los accidentes mortales eran algo cotidiano, tampoco plantearon la suspensión de la carrera por el secuestro de su compañero, tomando la salida. En pleno duelo entre Stirling Moss y Masten Gregory, surge el desastre en la sexta vuelta: el Ferrari 500-TR amarillo número 54 se descontrola en la curva a la altura de la embajada norteamericana, al patinar en una mancha de aceite, e impacta contra la muchedumbre. El saldo es aterrador: 6 muertos y más de 30 heridos, entre ellos el propio piloto, Armando García Cifuentes, que tuvo que ser evacuado urgentemente a un hospital sobre el capó del Ferrari de su compañero Elías Regalado, lo que le salvó la vida.
Suele indicarse que García Cifuentes era cubano, lo que no es cierto, ya que había nacido en Madrid en 1931, en el seno de una familia asturiana, origen del que siempre presumió. Nieto del propietario de la fábrica de tabacos Partagás, el joven Armando se instaló en Cuba tras estudiar en Nueva York, y fue un habitual de las carreras en el Caribe en esos años, con muy buenos resultados a los mandos de diversos Mercedes, Porsche, Maserati o Chevrolet, en los que solían aparecer rotuladas las palabras Asturias o Ribadesella, tal era el aprecio que sentía por su tierra.
Tras recuperarse del accidente y el posterior triunfo de la revolución, regresó a España, donde siguió participando en muchas carreras durante diez años más, entre ellas el Rallye de Montecarlo de 1961. En los últimos tiempos trasladó su residencia a la República Dominicana, pues como afirmaba, quería estar cerca de Cuba para poder regresar con el fin del castrismo, lo que ya no podrá ser, pues falleció a los 94 años el pasado mes de julio.
Fue una verdadera lástima que se interrumpiera su prometedora trayectoria, pues tenía el presupuesto necesario para dar el salto a Europa de la mano del mánager de Fangio, pero todo quedó truncado entre el cambio político -que privó a su familia de Partagás- y aquél accidente, del que él siempre dudó donde había salido el maldito aceite: si de otro coche participante o de un sabotaje, bien de los castristas bien de los partidarios de Batista, para culparse unos a otros.