En 2015, Agapito García Sánchez fue señalado públicamente como el mayor moroso con Hacienda. Su nombre encabezaba la primera "lista de deudores" lanzada por el ministro Cristóbal Montoro. Lo que no sabía la mayor parte de la opinión pública es que esa deuda, en buena parte, era fruto de una disputa interpretativa con la Agencia Tributaria. No había delito. No había fraude. Había una diferencia de criterio. Una que, tras casi dos décadas, ha dejado al descubierto una de las caras más oscuras del sistema fiscal español.
El documental Hechos probados, dirigido por Alejo Moreno, revela los entresijos de este caso y, con él, una preocupante realidad: el poder de Hacienda para reinterpretar, sancionar y destruir patrimonios con una facilidad desproporcionada. García vendió una empresa por 22,6 millones de euros, obtuvo 12,6 millones de beneficio, declaró una cuota de 11,8 millones. Años después, otro inspector reabre el caso y le impone intereses de demora por 7,85 millones y una sanción del 70 %, es decir, 8,25 millones más. Total a pagar: 27,9 millones. Más de lo que ganó. Más de lo que tenía.
Una desigualdad legal disfrazada de garantismo
Lo más alarmante de este caso no es su excepción, sino que refleja una práctica generalizada. Como recuerda un catedrático de Derecho Tributario en el documental, lo que antes era obligación de la Administración (liquidar, interpretar), hoy recae sobre el contribuyente. Este presenta sus hechos económicos, interpreta la ley, paga. Luego Hacienda reinterpreta, impone una sanción, y es el ciudadano quien debe demostrar su inocencia.
La llamada "presunción de veracidad" de la Administración convierte cualquier actuación oficial en cierta y válida, mientras que lo que dice el ciudadano necesita ser probado. Es una relación de poder profundamente desigual. En términos democráticos, un desequilibrio institucional que mina la confianza en el sistema. Tal presunción está recogida en la Ley General Tributaria (art. 108), y hace extremadamente difícil cuestionar jurídicamente las actuaciones de Hacienda sin recursos económicos o asesoramiento técnico de alto nivel.
Además, los Tribunales Económico-Administrativos, que deberían servir de vía neutral para el ciudadano, están integrados por funcionarios dependientes del propio Ministerio de Hacienda. Es decir, no son órganos independientes. Y eso convierte cualquier apelación en sede administrativa en un camino cuesta arriba.
Comparativa internacional: ¿una anomalía española?
En la mayoría de países de la Unión Europea no existen incentivos económicos ligados a la recaudación fiscal de los inspectores. En Alemania, Francia o Suecia, la función pública se basa en la neutralidad y en la separación clara entre investigación, valoración y sanción. El caso español destaca, según varios informes académicos, por una presión fiscal indirecta que se manifiesta no solo en la carga tributaria, sino en la inseguridad jurídica del contribuyente.
El modelo español permite que la interpretación de un inspector prevalezca incluso sobre resoluciones anteriores favorables, y que las liquidaciones no solo se ejecuten antes de sentencia firme, sino que obliguen al ciudadano a pagar primero y reclamar después. Este principio —inaceptable en otros ámbitos del derecho— es aquí la norma.
Incentivos perversos y recaudación a toda costa
Según declaró el exdirector de la Agencia Tributaria en el propio documental, los inspectores reciben incentivos económicos ligados al volumen de actas levantadas. A mayor recaudación, mayor retribución. Este mecanismo, que convertiría en inaceptable a un juez incentivado por condenas, se tolera en el ámbito tributario. El resultado es una creciente agresividad recaudatoria.
Las sanciones de Hacienda no solo reducen de forma aparente el déficit público, sino que provocan deudas impagables. La Administración emite millones de liquidaciones que sabe que no serán recurridas porque los costes judiciales, avales y tasas hacen inviable la defensa. ¿Justicia fiscal? No. Es una estrategia consciente de recaudación basada en la asimetría.
La justicia que llega tarde, cuando ya no sirve
En el caso de Agapito, dos sentencias en sede penal le dieron la razón: no hubo delito. Sin embargo, Hacienda reabrió el caso por la vía administrativa. La prescripción, que debería operar a los cuatro años, se evitó mediante una denuncia injustificada que alargó el proceso durante más de una década. Finalmente, el Supremo anuló la sanción, pero mantuvo la cuota y los intereses. Una decisión contradictoria que pone en entredicho el propio sistema judicial.
Durante ese tiempo, García sufrió episodios de salud mental que lo llevaron a ser ingresado en un sanatorio por riesgo de suicidio. Tuvo que medicarse, seguir trabajando, evitar que sus clientes, bancos y proveedores supieran lo que ocurría. Porque una acusación de Hacienda, aunque injusta, puede arruinar no solo tu negocio, sino tu vida.
Una reforma urgente e impostergable
El bienestar del Estado no puede construirse a costa del bienestar civil. No puede existir una justicia fiscal que coloque al ciudadano en posición de indefensión sistemática. El principio de seguridad jurídica exige que el contribuyente sepa a qué atenerse, que la Administración no cambie las reglas del juego a posteriori, que no se le castigue por diferencias de criterio, y que la carga de la prueba no esté siempre de su lado.
No se puede justificar todo en nombre de la lucha contra el fraude. Las políticas fiscales deben ser proporcionales, equilibradas, y garantizar la presunción de buena fe. El Estado debe dejar de actuar como depredador. Y el contribuyente, como bien decía uno de los expertos entrevistados, debe dejar de ser sospechoso por defecto.
Es momento de reequilibrar la relación entre ciudadano y Administración. Y ese cambio empieza por reconocer que el miedo no puede ser la base de un sistema tributario justo.