Antón Pávlovich Chéjov (1860-1904) vivió con un pie en la literatura y otro en la medicina. “La medicina es mi esposa legal y la literatura mi amante”, escribió en una carta célebre, consciente de que ambas ocupaban su vida con idéntica intensidad. En aquella Rusia de provincias, donde la enfermedad y la penuria eran compañeras habituales, ser médico no era solo un oficio, sino un ejercicio de resistencia. Chéjov conoció la rutina de los dispensarios rurales, las consultas improvisadas en aldeas miserables, las limitaciones de una ciencia que aún no contaba con antibióticos y apenas disponía de un puñado de remedios efectivos. Esa mirada clínica, ejercida en silencio, se filtró en toda su obra literaria: en sus personajes débiles, cansados, melancólicos; en la insistencia con la que aparecen médicos, boticarios y hospitales como escenarios del drama humano.
En 1886 escribió un breve monólogo, Sobre el daño que hace el tabaco. Era un encargo ligero, casi una broma de escenario, que Chéjov reescribió hasta tres veces. El protagonista, Iván Ivánovich Niujin, debía pronunciar una conferencia sobre los males del tabaco, pero en lugar de hablar de nicotina desnudaba su miseria personal: la sumisión a una esposa tiránica, la frustración por una vida sin logros, la sensación de haber traicionado los propios sueños. El tabaco, que entonces comenzaba a ser cuestionado como hábito nocivo, servía solo de excusa. El verdadero veneno era el tedio de la vida cotidiana, la renuncia callada, la tristeza provinciana. El propio Chéjov fumaba, y quizá por eso encontró en ese humo un pretexto para hablar de algo más profundo: el lento desgaste del alma.
Los boticarios, compañeros inevitables de todo médico rural, ocupan también un lugar significativo en su universo narrativo. En relatos como La boticaria o El boticario, la farmacia no es solo un lugar donde se venden remedios, sino un escenario cargado de símbolos. Tras los frascos de vidrio y el olor a tinturas, Chéjov veía un reflejo de la rutina, del matrimonio sin pasión, de la vida detenida. La esposa del farmacéutico, joven y frustrada, atrapada en un destino sin horizontes; el propio boticario, humillado por clientes groseros o ridiculizado en su mediocridad; los celos mezquinos y las pequeñas disputas conyugales… Todo ese polvo de la botica se convertía en metáfora de la existencia.
En este retrato sombrío hay, sin embargo, un eco de verdad histórica. La botica de la Rusia rural de finales del XIX era un rincón estático, casi inmóvil en el tiempo. El farmacéutico, aislado entre estanterías y morteros, ocupaba una posición social ambigua: no era médico, pero tampoco simple comerciante. Y esa indefinición lo hacía blanco fácil de la ironía chejoviana. Hoy, al mirar atrás, sorprende cómo esa imagen ha cambiado. Las farmacias rurales actuales son piezas clave de la red sanitaria, puntos de encuentro y referencia diaria para comunidades enteras. El farmacéutico moderno es puente, asesor y garante de continuidad asistencial, muy lejos de aquel personaje gris y sin brillo que retrató Chéjov.
La obra del escritor-médico revela, en definitiva, cómo la sanidad y la literatura comparten un mismo gesto: observar de cerca al ser humano. El médico examina síntomas; el narrador indaga en el alma. Ambos buscan comprender y aliviar. Y en ambos casos la verdad rara vez es grandiosa: suele ser pequeña, modesta, marcada por la rutina y la fragilidad. Por eso los relatos de Chéjov, aunque hablan de boticarios, de pacientes, de médicos sin recursos, siguen resultando universales. Nos recuerdan que la vida, como el humo del tabaco, se disipa sin que apenas nos demos cuenta.
Quizá la gran enseñanza de Chéjov sea esa: que no son los grandes diagnósticos ni los remedios milagrosos los que marcan la existencia, sino las pequeñas derrotas cotidianas. La botica polvorienta, el consultorio en penumbra, el cigarro encendido, todo ello es materia literaria porque está impregnado de humanidad. Y es en esa humanidad, frágil y a menudo mediocre, es donde el médico y el escritor encontraron la materia prima de su arte.