En este mes de abril, en el que muriera Miguel de Cervantes Saavedra en el año 1616, tendré el honor de participar en la lectura continuada de su obra cumbre -cima también de la literatura universal- Don Quijote de la Mancha. Será la XXIX edición de tal lectura en la Sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes.
Mientras lea el Quijote, sentiré que soy un caballero andante, un hombre que se bate en duelo con la fantasía, un jinete que aupado a la grupa de su corcel, peregrina en busca de sí mismo al tiempo que entra en liza contra un gigante, un monstruo de siete cabezas o un hechicero cuyo encantamiento debo eludir. Alonso Quijano perdió la sesera leyendo novelas de caballería. Tanto fue así, que se armó caballero en una venta a manos del mismo ventero, ayudado a tal fin, por dos mujeres de dudosa honra. Soñaré mientras leo que soy parte de una aventura, que los juegos del amor y de la guerra –tan propios de caballeros- me son dados a jugar.
Nada me arredrará en el intento de buscar justicia, en defensa de los menesterosos. Con la imagen perenne de mi amada apuntalada a mis sienes, nada habrá que de mí haga menoscabo. Haré de la literatura realidad y de ésta epopeya; libraré torneos en nombre de mi dama, bregaré en las justas impulsado por el amor que ella, desde los renglones de una novela no escrita, me ofrece con sus manos níveas.
Leer el Quijote es fabular la vida, es volver al refugio de un mito. Cervantes nos dibuja un loco con certezas de cuerdo. En su coherencia singular, el caballero de la triste figura obra con la honestidad de saberse elegido para enderezar tuertos y desfacer agravios. Un loco que da por verdaderos los amores de Ginebra y Lanzarote tanto como las justas de Suero de Quiñones, el más célebre paso de armas de la España medieval. Don Quijote de la Mancha, a fuerza de leer libros de caballería, concluye que debe salir de ellos para ser él mismo héroe en otros tantos libros. Sin duda lo es, Cervantes lo convierte en el héroe principal de la literatura española. Un paladín que cifra su honra al amor de su señora, Dulcinea del Toboso. No es grande de España, ni rico caballero; no pasa de ser un simple hidalgo -privilegio que le eximía de pagar la mayoría de los impuestos-, rango que le confirma el respeto de sus convecinos. Vive sin lujos ni excesivas estrecheces. Vendría a ser hoy, en nuestra sociedad actual, un señor de clase media. Un hidalgo rural que se las debía ingeniar para no bajar de clase. Y hete aquí que, tal ingenio, se centra en la nostalgia de las gestas pasadas; le empujan a revivir los hechos de armas de los caballeros medievales. Porque, don Quijote, un hombre ya de la edad moderna, aspira a emular los modos y costumbres del medievo, desea resucitar en sus carnes recias el esplendor del caballero andante. Ha leído tantos relatos caballerescos que ya no encuentra quimera en remedar sus actos; al contrario, no ve, en la realización de tales hazañas, otra cosa que la preservación de aquello que desaparece en la delicuescencia del tránsito entre épocas.
Y nosotros, lectores, imitadores de aquellas aventuras a lomos de un libro, podemos también caer en la invocación que las letras hacen de lo ilusorio. Entendido como artificio que la literatura forja al albur de un buen relato. Alonso Quijano enloqueció, traspasó la frontera de la realidad, quiso resucitar al caballero andante, preservar el pasado y convertirlo en futuro, en un ser inmortal, protagonista eterno adosado a la voluntad de un loco. De locos parece que, más de cuatro siglos después de publicado, Don Quijote de la Mancha sea, a decir de una mayoría de autores, la mejor novela de ficción del mundo. ¿Qué tiene el Quijote para conservar ese imperecedero atractivo? Ortega y Gasset no vio en ningún otro libro “tan grande poder de alusiones simbólicas al sentido de la vida”.
Parece claro que esta obra maestra debe mucho al temperamento de su protagonista. Ese loco triste de ajustados razonamientos que a todos embelesa. Locura y lucidez en un mismo héroe, eso nos conforta como humanos que somos. Las conversaciones con su buen escudero Sancho Panza son antológicas. Es un gozo leer la erudición que destilan sus coloquios. Por todo ello, será un orgullo participar en la lectura continuada del Quijote. Porque no hay nada tan quijotesco como un español leyendo a Cervantes. Don Quijote, desde la altura de Rocinante, escuchará su historia una vez más.