El paciente empoderado vive inmerso en cantidades ingentes de información que flota, sin filtros, en la nube. Pero ya hemos dejado atrás la etapa del “Dr. Google”, aquel oráculo digital que ante cualquier duda nos conducía al peor de los escenarios imaginables. Ahora convivimos con el “Dr. IA”, capaz de ofrecer diagnósticos convincentes que tendemos a creer sin demasiada cautela.
El salto no ha sido sólo tecnológico, sino psicológico, hemos sustituido la incertidumbre por una falsa sensación de precisión.
Pero la historia no termina en la pantalla del ordenador. Hoy vivimos rodeados de dispositivos que monitorizan prácticamente todo: frecuencia cardíaca, saturación de oxígeno, variabilidad de la frecuencia cardíaca, tensión arterial, ciclos de sueño … Relojes, anillos y pulseras que generan un flujo de datos constante. El simple gesto de mirar la muñeca se ha convertido en una consulta clínica repetida a lo largo del día. Y esa repetición, lejos de tranquilizar, puede convertirse en un generador de ansiedad. Lo paradójico es que, buscando control, acabamos perdiéndolo.
El uso generalizado de estas tecnologías es un avance indudable, pero también una fuente de problemas. Estos dispositivos no son herramientas diagnósticas, aunque muchos usuarios lo interpretemos como si lo fueran. En ocasiones, variaciones normales pueden percibirse como avisos preocupantes. Y cuando esto ocurre de manera repetida, la vigilancia se convierte en hábito, el hábito en obsesión y la obsesión en ansiedad anticipatoria.
Lo cuento porque lo he vivido. Cualquier sensación extraña en el pecho activaba un mecanismo automático: miraba el reloj, revisaba las pulsaciones y, si veía un número ligeramente fuera de mi rango habitual, me condicionaba el resto del día. No era un problema cardíaco, era la interpretación que hacía de mis propios datos. El cerebro no distingue si lo que pensamos es real o no.
Con el tiempo descubrí que ese patrón tiene nombre: una forma leve de cardiofobia. No es un diagnóstico solemne, ni una etiqueta para dramatizar, sino la descripción de un fenómeno muy frecuente hoy, el temor a que el corazón falle en cualquier momento, alimentado por la disponibilidad permanente de datos. No me daba cuenta de que no necesitaba más información, necesitaba perspectiva.
Dar con ese concepto me permitió entender que el problema no eran los dispositivos, sino la relación que había establecido con ellos. Las métricas pueden ser útiles si se interpretan con distancia y criterio clínico. Pero cuando se convierten en un semáforo emocional, dejan de servirnos y empezamos a ser esclavos de ellas.
Al reconocer esto, cambié la forma de utilizar la tecnología. Mandé el reloj al cajón durante el día, sólo lo uso por la noche. Dejé de consultar compulsivamente los datos y comencé a observar tendencias, no instantes; patrones, no picos aislados. El alivio fue casi inmediato.
La cuestión de fondo es más amplia que mi experiencia personal. Estamos en un momento histórico en el que la salud, o, mejor dicho, la percepción de la salud se está transformando. El acceso a información y a datos biométricos puede empoderar, sí, pero también puede confundir si no va acompañado de educación sanitaria, alfabetización digital y una comprensión razonable de la variabilidad humana. La tecnología sin criterio no tranquiliza, estresa.
El reto, por tanto, no es renunciar a estos avances, sino aprender a convivir con ellos sin caer en nuevas formas de ansiedad. Recuperar la prudencia frente al “Dr. Google”, la distancia crítica frente al “Dr. IA” y, sobre todo, el equilibrio frente al impacto del dato puntual, que convierte fluctuaciones normales en amenazas imaginarias.
Mirando atrás, me doy cuenta de que no estaba enfermo, estaba atrapado en una narrativa tecnológica que confundía dato con diagnóstico. Comprenderlo me permitió salir del bucle.
A veces, el gesto más saludable no es medir más, sino interpretar mejor. Y, en ocasiones, simplemente medir menos.