A finales de 1898, cuando la guerra entre España y Estados Unidos había terminado y Cuba quedaba en manos norteamericanas, los periódicos empezaron a soltar rumores curiosos, casi de zarzuela: que algunos soldados españoles derrotados no querían regresar a la Península y que México les ofrecía pasaje, tierras y hasta facilidades para instalarse como colonos.
El gobierno mexicano se apresuró a desmentirlo, pero la historia tenía su fondo de verdad. En La Habana, varios oficiales se acercaron al cónsul de México, Andrés Clemente Vázquez, para confesarle que preferían quedarse en América antes que volver a España con la derrota a cuestas. Algunos soñaban con enrolarse en el ejército mexicano; otros, con trabajar en haciendas como colonos. El asunto llegó hasta Madrid, en plena “Conferencia de París”, mientras en Cuba un general mexicano, Luis Legorreta, intentaba organizar su propio proyecto de colonización privada. Con el apoyo del cónsul, visitó fortalezas donde estaban concentrados los exsoldados españoles y habló con las autoridades para obtener permiso.
Al final, el gobierno mexicano aclaró que no podía hacerse cargo de trasladar ni instalar a los militares, aunque recomendó a compañías privadas que evaluaran contratarlos. Así, entre rumores, telegramas y proyectos truncos, algunos excombatientes españoles encontraron en México una nueva vida, lejos de la derrota y del regreso incierto a la Península.
En tierras mexicanas la historia se volvió canción. Imagine usted a esos soldados, con bigote cansado y alpargatas gastadas, cambiando el redoble del tambor por el rasgueo de la guitarra. “Más se perdió en Cuba”, decían, mientras algún mariachi improvisaba versos en la plaza:
Ay, España me queda lejos
Cuba me dejó sin voz
México abre sus brazos
y yo canto con el sol
La derrota se transformaba en jarana, el desencanto en tequila compartido, y la nostalgia en corrido. México los recibía con fiesta, como si la historia pudiera reescribirse al compás de trompetas y guitarrones.
Pero no todos tuvieron la suerte de cantar. Entre los que no volvieron hay que contabilizar a 63.000 militares españoles fallecidos. Apenas un 8% cayó en combate; el resto sucumbió a las enfermedades que arrasaban los campamentos. Sus cuerpos quedaron en la bella tierra cubana, abonando de españolidad todos los rincones de la isla.
Allí reposan, silenciosos, sin corrido ni mariachi, como un ejército fantasma que se confundió con la caña, con el tabaco, con la tierra roja de los caminos. La derrota se volvió raíz, y la memoria, melodrama.
Así se escribió esta historia: unos volvieron cantando, con guitarras y trompetas que les ofrecían un nuevo destino; otros se quedaron en silencio, convertidos en memoria y tierra. Entre México y Cuba, la derrota española se dividió en dos músicas: la alegre, que abre futuro, y la triste, que se hunde en la tierra.
Más se perdió en Cuba, decían entonces, y algunos volvieron cantando… o no volvieron.