Suben las temperaturas, se acerca la canícula, el verano, el calor. El tiempo estival es proclive a toda clase de manifestaciones artísticas, pues nuestro clima favorece los espectáculos al aire libre en esas noches aromadas por el jazmín, protegidas por el cendal de buganvillas y glicinias. El verano en España es un tiempo de festivales de toda traza, alzándose el teatro como protagonista en la mayoría de ellos. Múltiples son los que emergen, convocados por el buen tiempo, en ciudades y pueblos, ya sean en espacios concebidos para el arte escénico -venerables salas, atávicos corrales, históricos coliseos- o simplemente llenando de alegría y color calles y plazas por cómicos de la legua, herederos de aquellos representantes que en nuestros áureos siglos divertían y educaban a las gentes de toda condición.
Algunos son veteranos y acumulan en sus espaldas largos años de imprescindible servicio cumpliendo, además, una tarea cultural básica; otros nacieron más tarde al socaire de aquellos. Los festivales entretienen, alegran y complacen, pero también instruyen, aleccionan e ilustran. El ciudadano acude a ellos con el doble objetivo de distraerse y al mismo tiempo acercarse a Plauto, Esquilo, Lope, Calderón o Shakespeare, conocerlos por vez primera o reencontrarlos de nuevo en una cita anual a la que es imposible sustraerse. El Teatro Clásico, en su más lata expresión, coloniza nuestros veranos ofreciendo al espectador el rico mosaico de nuestra cultura, la que nos ha hecho ser lo que somos. Mérida, Almagro, Olite, Alcántara, Olmedo, Alcalá de Henares, El Escorial, Ciudad Rodrigo, sólo son algunos de los más representativos, esperados y visitados, pues al margen de proponer sólidos espectáculos, se ubican en ámbitos cargados de historia, en ciudades en las que caminando por sus calles se pueden contemplar conjuntos que pertenecen a nuestro más acendrado patrimonio histórico y cultural e incluso - cito como ejemplo a Mérida, Alcalá o El Escorial-, al patrimonio de la humanidad.
El Festival de Mérida encabeza el ranking español. Es el decano, el más longevo, el que más ediciones ha contemplado y el que se ejecuta en el espacio más antiguo y noble de cuantos hoy en día podemos encontrar: su Teatro Romano, inaugurado alrededor del año 15 a. C. en Augusta Emerita, importante ciudad de la Hispania romana levantada en el 25 a. C. por orden del emperador Augusto como colonia para legionarios veteranos (eméritos) y capital de la Lusitania. A lo largo de su dilatada existencia ha sufrido muy distintas y diversas transformaciones e incidencias, desde la creación de su espléndida arquitectura escénica, hasta su total olvido y desaparición en el siglo IV como lugar de representaciones teatrales. En su momento fue parcialmente derruido y enterrado, pudiéndose contemplar únicamente de toda su fábrica durante siglos la parte superior del graderío, la summa cavea, zona que fue bautizada por los ciudadanos como Las Siete Sillas. Hasta la primera década del siglo XX no se inician las excavaciones arqueológicas con el fin de recuperarlo, comenzando en los 60 de aquél siglo los trabajos de reconstrucción.
Nace como sede del Festival en junio de 1933 gracias, entre otros, a Margarita Xirgu, Cipriano de Rivas Cherif y Miguel de Unamuno, siendo la eminente actriz quien ese mismo año interpretó Medea, de Séneca y en el siguiente Electra, de von Hofmannsthal, ambas dirigidas por Rivas Cherif. Los acontecimientos preliminares que originaron nuestra Guerra Civil, la propia contienda y la consiguiente posguerra desterraron toda actividad hasta 1939, momento en la que se estrenó Aulularia de Plauto, y aunque hubo una edición más en 1953, sería 1954 el año en el que el festival entró en una dinámica que desde entonces prácticamente no se ha interrumpido, con la puesta en escena de la obra Edipo rey, de Sófocles llevada a cabo por José Tamayo. A partir de aquella histórica ocasión nada impidió a Mérida tener y continuar con su Festival Internacional de Teatro Clásico hasta el del presente 2024 en el que se cumple su septuagésima edición. En todos estos años, como no puede ser de otra manera, el festival emeritense ha transitado por momentos gloriosos y por otros que lo fueron menos; ha tenido éxitos y fracasos, como cualquier actividad artística que se precie, pues muy distintos han sido sus gestores; ha gozado del interés y el aplauso del público y ha merecido su crítica y hasta su rechazo; ha presentado espectáculos, elencos y equipos de probada categoría y otros en los que su calidad no fue la esperada.
Es complicado gestionar y programar un acontecimiento de estas características en el que a lo largo de varias semanas se debe conciliar, en un perfecto equilibrio, una calidad artística que debe llegar a toda clase de espectadores y una rentabilidad comercial que nunca debe estar ausente. Hay que conocer muy bien el medio y estar al tanto de toda la actividad teatral en el ámbito nacional; tener la suficiente experiencia profesional como para saber qué y con quién programar; qué o quién atraerá más al público -sin renunciar a la calidad antes citada-, y qué o quién hará que se retraiga de asistir a las representaciones; cuánto tiempo deberá estar cada función en cartel para que no sea limitado ni excesivo; contentar a la considerable cantidad de oriundos y visitantes que, en el caso que nos ocupa, durante dos meses intentará conseguir una entrada, y al mismo tiempo satisfacer a entidades, políticos y patrocinadores, que enarbolando el marbete de la calidad artística no quieren ni tienen porqué prescindir del éxito económico.
El Festival de Mérida es uno de los más notables y significativos de Europa en su género. Su calidad es incontestable y su rédito financiero se traduce, sorprendentemente, en superávits que se producen anualmente al concluir cada edición. Pero todo esto sucede desde hace doce años después de atravesar múltiples dificultades en todos los aspectos, tanto artísticos como económicos. Son los que lleva al frente de su equipo de gestión, Jesús Cimarro, quien lo ha vuelto a situar en una preeminente situación, incentivando el mismo y añadiendo nuevos espacios, además del Teatro Romano, tanto en la propia ciudad -Teatro María Luisa- como en las cercanas localidades de Regina, Cáparra y Medellín, convirtiéndolas en sedes paralelas a la que siempre ha protagonizado el festival, la ciudad de Mérida, y programando en todas ellas espectáculos de reconocida eficacia y renombre. Jesús Cimarro es un profesional de las Artes Escénicas de probada solvencia desde hace varios lustros, uno de los productores teatrales más sólidos y significativos del panorama nacional y un gestor que en cada entidad por la que ha pasado, además de su propia empresa, ha dejado completo testimonio de su capacidad y experiencia. Y para muestra, vale el botón emeritense. Sólo le pediría una cosa más para que Mérida se convirtiese en un veraniego paraíso teatral: que lograse bajar unos grados la temperatura de la ciudad durante los días que dura el festival.
Conociéndole, sé que lo conseguirá.