El liberal anónimo

Breve tratado moral: de cuando la hostia es virtud —y la otra también—

La invariable y excelsa dicotomía del espíritu y la carne encuentra la intensidad de su eco en la más grande y sublime hostia que es la consagrada, la del dogma y el altar. Pero, como hermosa herencia de otras buenas virtudes se creó la hostia mundana, con una clara intención pedagógica y que se conoce por los años como “la bofetada a tiempo”.

Es la hostia —la poderosa fuerza de las cosas del espíritu— la que se deposita sobre la lengua como un bálsamo del alma, consiguiendo elevar y sosegar al hombre extraviado para que tome una buena dirección en los senderos de lo etéreo. La segunda, en cambio, suele llegar sin alardes ni anuncios, es una especie de rayo airado que forja una enseñanza en forma de relámpago y que podemos definir como un método del aprendizaje que logra en un instante lo que años de sermón no consiguen.

La sagrada forma de la comunión, la hostia, contiene en su leve circunferencia todo el peso de un misterio insondable que, de manera milagrosa, es capaz de disolver la ansiedad y cultivar en el interior de los corazones ese huerto de virtudes que forjan la paciencia, la templanza y la caridad. El misterio de la transustanciación es un milagro que ocurre en un momento brevísimo, es un prodigio de gracia invisible que se alcanza en la grandeza de la misa. Llega de forma mágica y logra arrancar del interior los vicios enquistados, plantando en su lugar otras virtudes como son la paciencia, la magnanimidad del perdón y una paz que realmente no se enseña en ninguna cátedra.

Por el contrario, la sonora bofetada, en la iracunda brevedad que se transmite desde el cuerpo del instructor hasta el aprendiz consigue reverberar mágicamente la conciencia de los tercos. Es una forma de comentario que se hace sin palabras, pero que instruye. Es un aprendizaje que se dice en silencio y que logra que la explicación se repita durante los días de la vida en el recuerdo del beneficiado. La memorable y ahora postergada “hostia a tiempo” es una lección tan moralizante que es capaz de ordenar todas las pasiones y posee, en la profundidad de su materia, hasta la virtud de sacudir la soberbia. También logra, de manera asombrosa, que el necio pueda retornar a la senda de la prudencia. La hostia, bien podríamos afirmar que es, sin duda, una enseñanza plena de madurez y mucho más eficaz que las mil lecciones de los nuevos moralistas.

En las formas de este fascinante reparto de hostias —tanto la una como la otra— vemos que, pese a ser antagonistas, también son hermanas de distinta naturaleza pero idénticas en el propósito. Ambas enseñan y corrigen. Las dos conducen al bien siguiendo sendas de alta velocidad; una con la dulzura sagrada del recogimiento; la otra, con la leve contundencia del correctivo que logra un despertar súbito.

A lo largo de mi vida he conocido todo tipo de eucaristías y, no por menos, también de ágiles enmendadores disciplinarios. Hoy puedo declarar que los años enseñan que el alma de un hombre agradecido no distingue con desdén la una de la otra, sino que las acoge con nobleza y gratitud, entendiendo que tanto la comunión como el coscorrón, cuando son justos, debemos tomarlos como lecciones que nos envía el cielo y que llegan para impartir sentido y sabiduría a la incesante pendencia que reside en la tierra.

Y por todo, buena hostia es aquella que interviene sin rodeos cuando el desvarío amenaza con consolidarse, haciendo que el hombre retorne a un juicio cabal. Por esto, los bien educados confiesan hoy que un día existió una mano firme que les instruyó en el tratado de la urbanidad logrando salvarles de la turbadora estupidez.