Cápsulas viajeras

Venecia

Entré a la ciudad caminando por el Puente de la Libertad una mañana de martes, sorteando un laberinto de callejuelas, plazas y puentes sobre el agua. Me resultó un poco confuso orientarme al principio, pues no había caminos sino canales. Sin embargo, después de preguntar a varias personas que me fueron indicando por las calles, encontré la dirección de mi alojamiento, que había reservado en una pequeña y agradable estancia en el distrito de Dorsoduro 30004-b, en el mismo corazón de Campo Santa Margherita, una plaza rodeada de restaurantes y cafeterías. Recuerdo aquel lugar tranquilo en Venecia porque, estando cubierta de agua en aquel espacio interior, transcurría la vida cotidiana. Por la mañana cuando llegué, compré algo de fruta en uno de los tenderetes que allí se montaban y me senté en un banco en medio de la plaza, bajo la sombra de un árbol. Me encantaba invitarme a sentar mientras observaba alrededor, bajo la luz del día, los tonos pasteles de las casas, donde asomaban las buhardillas en los tejados. Me entretenía mirando un edificio de ladrillo con una figura en relieve de mármol, y luego la blancura de una fachada de piedra istriana con sus ventanas cerradas de hierro negro forjado. Tenía esa piedra un color gris pálido con el paso del tiempo y eran escuelas de cofradías, casas venecianas del siglo XV.

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Después de buscar alojamiento, salí a explorar la ciudad. Lo primero que hice después de echarle un vistazo al mapa fue dirigirme a la Fundamenta delle Zattere, que constituye el límite meridional de la ciudad y alberga las dársenas de la terminal del muelle. Esta zona se encontraba en el Sestiere de Dorsoduro, el mismo barrio donde vivía. Mientras caminaba, pude apreciar un barrio con vida estudiantil, con universidades y lleno de bares donde los jóvenes se reunían despreocupados. Durante mis paseos, encontré tiendas de ropa vintage, de antigüedades y mercadillos. Era un lugar donde las calles cobraban vida y los monumentos deslumbraban. Nunca había visto una ciudad con tantas iglesias, que aparecían en cada paso que daba. Venecia rebosaba de simbolismo religioso y se veía influenciada por la moda que perduraba entre el presente y el pasado, con grupos de estudiantes vistiendo chaquetas de mezclilla de los años 70. Toda la ciudad brillaba con sus tejados rojos y sus campanarios altos y afilados, como la punta de un lápiz.

Cuando finalmente llegué a la Dársena le Zattere San Basilio al Ponte Longo, pude ver una amplia calle que recorría el muelle durante casi dos kilómetros a lo largo del Canal della Giudeca, que desemboca en la Cuenca de San Marcos. En el horizonte, se asomaba la isla Giudeca, una más de las tantas islas que conforman la laguna veneciana en el mar Adriático. La actividad de las góndolas, los vaporettos y la gente era incesante tanto por tierra como por mar, y se podía ver el ir y venir de ambos lados, entre las dos islas y a lo largo de ambas orillas.

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Finalmente, me detuve en la Zattere ai Gesuati, donde destacaba la iglesia de Santa María del Rosario, con sus dos campanarios, una gran cúpula en forma de cebolla y las columnas laterales de la fachada que exhibían las cuatro virtudes morales enunciadas por Platón. Aunque no había entrado adentro del edificio, quedé boquiabierto contemplando su arquitectura desde el exterior.

Mientras los taxis acuáticos esperaban su salida para navegar por el canal, continué caminando sin ver el final de la calle. El paseo era ancho y soleado, con los edificios pegados unos a otros y mirando hacia el sur en vivos colores, como anaranjados, rojos pasión y amarillos. Era imposible resistirse a detenerse y admirar el exterior de esas fachadas ornamentadas que parecían besar el mar. La gente paseaba y se detenía en los bares y terrazas flotantes, contemplando el hermoso canal en lo que parecía una pasarela de barcos, donde pequeñas embarcaciones entraban y salían por el brazal, meciéndose con el movimiento del agua provocado por los grandes cruceros, que con su tamaño y altura oscurecían las calles, fachadas, terrazas y campanarios.

A lo lejos, en la isla de Giudeca, se veía la gran cúpula de la iglesia Redentore con su fachada de mármol blanco. Esa opulencia que tiene Venecia la sentía cerca de mí, ya fuera caminando o sentado en un muelle de madera. La ciudad entraba por mis ojos, aunque yo no quisiera.

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Pronto me adentré en el interior de la ciudad, dejando el mar abierto a mis espaldas. Crucé el Puente de la Academia, uno de los cuatro que cruzan el Gran Canal, y enseguida escuché las campanas de la torre del reloj, indicándome que había llegado a la Plaza San Marcos. Solo con estar allí, en el punto más bajo de la ciudad, rodeado de calles de mármol que se inundan con frecuencia debido a las mareas altas y la subida del nivel del mar, mis expectativas ya se habían cumplido. Me situé en el centro de la plaza, fijando la vista en la Basílica de San Marcos con sus cinco cúpulas. En una esquina se erguía el campanario de la basílica, y a un lado se encontraba el Palacio Ducal y los museos.

Entre cientos de palomas busqué un banco para sentarme, pero no había ninguno disponible, así que continué caminando en dirección al Puente de Rialto con sus rampas inclinadas unidas por un pórtico en el centro. Al cruzarlo, me encontré con un bullicio de gente. La mayoría de los presentes eran turistas que compraban en las tiendas que flanqueaban el puente: cristalerías, joyerías, tiendas de perlas, oro, ropa y artesanía de madera. Había mucho movimiento en ese pasillo peatonal debido al comercio que se llevaba a cabo allí.

El Puente de Rialto, el puente principal del Gran Canal era el corazón latente de la ciudad. Me detuve en ese punto para observar el ajetreo, y me llamaron la atención los postes de madera pintados de colores variados, utilizados como amarraderos para las embarcaciones. La luz del mediodía era intensa y el cielo estaba despejado y azul, con algunas nubes que parecían cubrir la ciudad y el canal como una cúpula cerrada. El cielo era tan expresivo como una pintura de Tiziano, reflejándose en el agua y resaltando los colores de las fachadas medievales. Las ventanas se alineaban en el centro y otras más distantes unas de otras, mientras las banderas ondeaban en los balcones y los elegantes arcos de piedra ojivales adornaban la escena. Siempre por encima de todo, una cruz se alzaba en lo más alto.

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De repente, una góndola pasó bajo el puente, con su forma de medialuna y un gondolero remando, llevando a dos enamorados que saludaban a todos, embriagados por el momento. Pero no solo las góndolas con parejas enamoradas cruzaban el Puente de Rialto, sino que también había transeúntes que lo atravesaban constantemente de un lado a otro.

Al salir del puente, me encontré con el mercado de frutas y verduras, donde compré unas jugosas peras y naranjas sanguíneas, tenían un sabor un poco ácido y el color rojo oscuro de su pulpa. Solía detenerme en un puesto de pizza para comer y luego me dejaba llevar por las intrincadas calles sin ningún objetivo en particular. Aquellos eran los momentos en los que me sentía mejor, caminando sin rumbo fijo y dejándome cautivar por la belleza que me rodeaba.

Cuando mis ojos se posaban en los canales secundarios de agua, notaba las puertas de entrada a algunos sótanos sumergidos, parecían lugares deshabitados con puertas de hierro cerradas y decoradas con estatuas de piedra. Daban la impresión de ser la entrada a una cripta funeraria o a mazmorras, con el agua estancada, maloliente y cubierta de ramas y hierbas.

También me daba cuenta de que había un límite invisible que separaba la Venecia íntima y hermética de la Venecia turística. Mientras paseaba por las calles, no era fácil distinguirlo, pero si prestaba atención, mi intuición me lo revelaba. Eran como dos capas superpuestas en la misma realidad: una vida exterior y otra oculta dentro de las casas.

Había rincones poco visitados en el interior de los barrios, donde los patios de los edificios eran espacios huecos y oscuros, sin luz que los iluminara. Las fachadas de las viviendas mostraban signos de humedad, con ladrillos expuestos y capas de cemento caídas, la pintura desgastada. Las puertas estaban cerradas y las persianas bajadas, de manera que era imposible saber si había gente viviendo dentro. No se escuchaban voces de vecinos conversando de balcón a balcón, ni niños jugando en los patios, ni abuelos charlando afuera, sentados en sillas, ni nietos comprando leche y pan. Tampoco se veían perros atados a farolas, ladrando. En el mejor de los casos, una maceta con flores en un balcón indicaba que podría haber alguien dentro de la casa.

Me sentía caminando solo, rodeado de una comunidad silenciosa y más empobrecida, dejándome seducir incluso por el encanto de ese abandono y decadencia que formaban parte del embrujo de la ciudad. Me quedaba observando a través de aquellas paredes opacas. Luego, mi andar se volvía un poco más pesado, mientras buscaba una salida en aquel intrincado entramado de calles que daban a patios cerrados.

Al mismo tiempo, miraba los escaparates de las tiendas donde se exhibían las máscaras típicas del carnaval. Muchos recuerdos se extendían frente a mí como en un espejo, mientras observaba las caretas a través del cristal de una tienda en un callejón oscuro de Venecia. Al regresar a Campo Santa Margherita, pasé mis últimos días allí.