Cápsulas viajeras

A través de la vasta y vacía Asia central

Siguiendo a lo largo de la frontera kirguís hasta el sur de Kazajistán la cadena más occidental del Tianshán, enseñaba sus picos nevados mientras avanzaba en una Marshrutka cargada de pasajeros. Durante doscientos treinta kilómetros las montañas de Altau ennegrecían y esclarecían en la línea del horizonte. Luego aparecían los bloques de pisos y viviendas alrededor de Almaty. La historia de esta ciudad antigua capital de Kazajistán se remonta al Siglo VIII, cuando las tribus nómadas establecieron los asentamientos en estas tierras. Durante la edad media la llamada gran Almaty se convirtió en parte de las rutas comerciales de la seda. En el Siglo XII, la ciudad fue conquistada y destruida por las invasiones turco-mongolas. Y más tarde con la adhesión de Kazajistán a Rusia, se asentaron los nuevos pensadores y militares fundando la ciudad en 1853, como ciudad guarnición de Verny.

Caminando por la avenida peatonal del centro, entre sus cerca de dos millones de habitantes, la mayoría hablaban kazajo, con una alta proporción de etnia rusa y uigur. Yo no le encontraba una identidad Nómada a la ciudad, pero sí sabía que estaba en Asía Central. Con las calles en cuadrícula era fácil guiarse, pronto encontré mi alojamiento en la calle Shevchenc. 

Había llegado a una ciudad que se vestía de verde. Rodeado de un bosquecillo caducifolio, el aire llegaba fresco impregnado por la fragancia de los abetos, pinos, olmos y robles antiguos, y los murales pintados en las paredes se alineaban con las palomas que picoteaban entre mis pies. Mis pasos me llevaban a pedir un jugo típico o un dulce de nuez en las cafeterías o panaderías, y en la calle vendían fresas y manzanas silvestres del bosque. No imaginaba que esta región de las montañas de Tianshán fuera el hogar ancestral, originario de los manzanos, de ahí su nombre. En el mismo parque, con el monumento en honor a los 28 guardias de Panfilov, alrededor de la Catedral de la Ascensión, conocida como Zenkov, los héroes de la segunda guerra mundial cobraban vida, y a lo lejos se alzaban bloques de pisos descoloridos envueltos en la bruma de las montañas. Los museos se erguían por las avenidas entre la arboleda, y los teatros albergaban clásicos mundiales de Ópera y Ballet. Una nueva ciudad estaba floreciendo, con grandes centros comerciales y una línea de metro.

Fue muy corta mi estancia en Almaty. Aún tenía que recorrer el país más desconocido y grande de Asia central, el más extenso de todos los países del mundo sin litoral. Un territorio tan vasto como vacío, yo me encaminaba hacia una región esteparia y de desiertos pedregosos. Durante doce horas en tren, se extendían amplios espacios de praderas acaracoladas. Aquella estepa no serpenteaba, poco a poco la yerma tierra parecía extinguirse, hacia a uno deambular dentro del tren como alma pena en medio de un páramo inerte. Había salido de las montañas de Altai para penetrar en las tierras interiores kazajas, un interminable océano de estepa seca y arbustos asociado a la vida Nómada, y a media que nos acercábamos a Karaganda, capital de la provincia homónima, en el centro de Kazajistán, empezaron aparecer fábricas, y de pronto el cielo se cubrió de humo arrojando negros augurios en aquella ciudad industrial construida cerca de una explotación de las minas de carbón. 

Mi hotel estaba en el centro. Cuando salía a pasear me encontraba lugares relacionados con la minería mimetizados con la ciudad, como parte integral de su historia. Como el palacio cultural de los mineros, y el monumento de la gloria del minero, donde dos trabajadores sostienen una roca o piedra negra de carbón. 

En Karaganda mayoritariamente eran rusos, y es que en la década de 1940 la mayoría de los habitantes eran de origen alemán, descendientes de alemanes del Volga soviéticos que fueron colectivamente deportados a Siberia y Kazajistán a la orden de Stalin. A esta ciudad que durante la era soviética sirvió como suministro industrial a los Urales, llegaron exconvictos, presos condenados, disidentes, prisioneros políticos, y enemigos del régimen, que fueron deportados a los campos de trabajo forzados o Gulag.

Toda la historia que rodeaba aquella región era sobrecogedora, y tal vez su aislamiento la había mantenido oculta, en un intento de olvidar los años de crueldad que se vivieron en los campos de trabajo forzados soviéticos. 

En el Karlag de Dolinka, cerca de Karaganda, al menos un millón de prisioneros de diversas etnias, contribuyeron a la economía militar de la Unión Soviética durante la segunda guerra mundial. Cuando los campos se cerraron unos años después de la muerte de Stalin, muchos antiguos presos se quedaron en Karagandá, pero también en esos asentamientos vivían artistas e intelectuales que con su saber contagiaron a la ciudad de un nuevo acervo cultural.

Aquella noche en tren de camino hacia la capital del país “Astana” pasó rápida. En la mañana la moderna ciudad aparecía cómo un nuevo modelo de urbe inteligente, nada más llegar me hospede en un hotel. 

Sin embargo, llegó un nuevo día. Cuando salí a pasear por la urbe era como si una máquina me hubiera teletransportado. Por todas partes, sobresalían edificios de arquitectura megalómana. La torre Bayterek como símbolo de la ciudad, asociado a las creencias de vida nómada, aludía a un álamo, con sus raíces clavadas al suelo para que la copa del árbol pudiera sostener el cielo. Anduve por aquellos enormes espacios del boulevard peatonal que me llevaron al palacio presidencial Ak Orda, coronado por una cúpula azul y flanqueado a sus lados por dos torres doradas. En el paseo había fuentes danzantes adornando los jardines botánicos. Todo estaba cuidado e impoluto sobre la insistente estructura de los rascacielos, y era el río Ishim quién irrigaba la ciudad entre tantas columnas de cristal. A un lado u otro del río, el rápido crecimiento urbano era visible, evidente. Sus mezquitas con mosaicos relucientes, el museo esférico, o la pirámide de cristal y acero asociada al ojo de Horus, que todo lo ve. Era como si durante siglos de historia allí no hubiera sucedido nada. Pero esta ciudad no solo fue el centro de campaña en las nombradas tierras vírgenes para convertir a la RSS de Kazajistán en un segundo productor de grano para la unión soviética, donde los granjeros fueron forzados, y sometidos a perder sus hogares, sus pastos, los caballos, el ganado, hasta llegar a morir de hambre. Sino que, en torno a ella, concretamente en Semipalatinsk, tuvo lugar el programa soviético de ensayo de armas nucleares. Más de medio millón de personas se han visto trágicamente afectadas por la radiación, sufriendo ceguera, malformaciones, enfermedades crónicas y defectos congénitos. Entre 1949 y 1989 explotaron más de 400 bombas, en la superficie y bajo tierra. Con la independencia de Kazajistán, ya han transcurrido más de treinta años desde que se cerraron las instalaciones y finalizaron los ensayos nucleares. 

Por todo esto, consolidado Kazajistán como el mayor productor de Uranio a nivel mundial, y siendo uno de los principales de petróleo y gas, lejos del dolor, la ciudad capital trasladada desde Almaty en 1997, renombrada entre 2019 y 2022 como Nursultán, brillaba a los ojos de la juventud y las nuevas generaciones, garantizando un futuro próspero donde los sueños se podían hacer realidad. Los recursos minerales y energéticos, yacimientos, hierro, cobre, plomo y zinc atraían al capital inversor, siendo las compañías internacionales las beneficiadas por su nueva regulación, con exoneraciones fiscales, arancelarias, y la mano de obra extranjera barata.

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