Durante los años setenta y en los albores de la década siguiente regía los destinos de Haití, Jean-Claude Duvalier, un tirano que se deleitaba en el poder tras recibir el país como “herencia de su padre”. Corría el año 1986 cuando se combinaron diversos sucesos entre los que afloraron la corrupción y la crisis económica. El país estaba completamente arruinado y entre tanto su presidente disfrutaba de todos los placeres y riquezas. De nuevo la historia se repetía con cientos de paniaguados en torno a su amo y a quienes no importaban las necesidades de su pueblo. Ese mandato haitiano guarda semejanza con la actual España, aunque en nuestro caso está sazonada por las características europeas.
En vista de todo ello es indiscutible que cuando un gobernante se apuntala en el poder le nace un rasgo extraño que es privativo del hombre y que, cada día, se presenta más fuerte e inquietante. Es la supremacía que se acomoda en una forma de abuso que indefectiblemente arrastra al actor al despotismo. Cuando florece la autocracia, el paladín se revuelve por defender ese dominio a cualquier precio aunque para ello deba emplear la tiranía. Es un paradigma singular que misteriosamente contagia al entorno del cabecilla en una forma de epidemia que surge cuando alguien se afianza en el gobierno, descollando entonces la arrogancia y la megalomanía.
El goteo de noticias, incorporándose ahora a la trama Santos Cerdán, son tantas y tan variadas que ya no sabemos a qué atenernos. Alguna voz tímida se deja oír por primera vez entre las filas de un partido que debería estar acostumbrado a todo tipo de enredos y del que cualquier historiador reconoce sin dificultad que son prácticas harto frecuentes del socialismo. Los más jóvenes quizás no guarden en su memoria el recuerdo del famoso Luis Roldán, otrora Director General de la Guardia Civil bajo el gobierno de Felipe González, quien también disfrutó de su izquierdismo entre prostitutas, guateques, narcóticos y turbios manejos pecuniarios.
Más hoy, nos capitanea el excelentísimo doctor Sánchez y autor del libro titulado Tierra firme. Un presidente que dirige con compleja insolencia y desdén a un séquito de servidores que dependen de su hegemonía. Y con él, cada mañana amanece España mirando una Tierra firme que zozobra en las revueltas aguas del latifundio sanchista. Es un terruño, antaño reluciente, que hoy yace convertido en un lodazal sin apenas esperanza.
Recuerdo que el Pedro Sánchez escritor fue presentado con gran aparato -y no menor vulgaridad- por el exaltado Jorge Javier Vázquez. El animador aduló a Pedro entre risas fingidas, piropeando al primer, mayor y máximo responsable de todo lo que está sucediendo entre pasillos y juzgados, sin querer ver que aquella Tierra firme de su libro ya flotaba en aguas turbulentas. Pero la verdad, que es casi un dogma, demuestra que la única tierra firme de las páginas de aquel “manual” es la que pisan los agentes del Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil mientras clonan cientos de correos electrónicos en la sede socialista buscando adjudicaciones sospechosas y otros asuntos turbios.
Disculparé que ni el señor Vázquez ni el ilustre contertulio, el primer dignatario, imaginaban que iba a llegar este momento, aunque ambos a dos, que se tienen como estadistas, continúan amparando un gobierno que alardea de estabilidad y liderazgo sólido, el mismo que ha encumbrado a figuras clave del socialismo como Santos Cerdán, Ábalos, Koldo o el célebre Tito Berni.
Pedro Sánchez es el primero y mayor responsable de cuanto ocurre en este desgobierno. Mas no es, ni con mucho, el único. En política la responsabilidad se reparte, recae también sobre cuantos aplaudieron, adularon, colocaron y tal vez lo peor, quienes callaron, porque todos ellos tienen una deuda moral por su complicidad. Nadie dude que aferrarse al sillón y codiciar lo ajeno no es tan maravilloso, creerse inmune a la justicia no es más que el preludio de una penitencia ineludible que llegará con estrepitosa ruina.
Por todo, resulta curioso el epílogo que parece reservado a Pedro Sánchez. Un hombre que se afanó en escribir un relato épico pero sin advertir que el capítulo más vibrante -y sin duda el último- no lo escribirá él, sino el Tribunal Supremo.