La receta

Los “superviejos”: la otra estadística que falta

España se vanagloria de ser uno de los países más longevos del mundo. Como señala el catedrático de sociología Jesús M. De Miguel, “es el tercero del mundo en esperanza de vida, solo por detrás de Japón y Suiza”. Dentro de España, y esto ya lo he puesto de manifiesto en otro artículo, Madrid supera a cualquier región europea y se iguala a las llamadas regiones azules que son las que tienen una mayor esperanza de vida.

Las estadísticas sobre esperanza de vida al nacer, y después de los 65 años, son de toda verosimilitud porque se basan en los registros civiles. En lenguaje castizo: “las ovejas que entran por las que salen”, aunque hay otras no tan claras, sobre la vida saludable después de la jubilación, que ronda como máximo 12 años.

En esas grietas estadísticas surge una figura fascinante: el ‘superviejo’. El término, ya aceptado en la literatura médica y social, no se define por soplar cien velas, ni por acumular trofeos de mus, sino por algo más elemental: la capacidad de vivir como si los años fueran solo un decorado. El superviejo domina el móvil, se ríe de la brecha digital, se interesa por lo mismo que cualquier joven y, sobre todo, no renuncia a un vino, un cigarro o un café con azúcar.

De Miguel lo resume con ironía: “Hemos añadido años a la vida, pero no siempre vida a los años.” El superviejo da la vuelta a esa frase y añade lo que falta: alegría, curiosidad, desparpajo, buenos momentos con amigos o con pareja. ¿Que la OMS define la “esperanza de vida saludable” con siglas rimbombantes como HALE? Ellos prefieren una métrica más sencilla: ¿Todos los días me esfuerzo en mantener mi actual ritmo de risas y carcajadas?, ¿cuántas conversaciones al fresco o ante un buen cóctel?, ¿cuántas ganas de aprender algo nuevo?

Conviene precisar que el superviejo, en la práctica, suele convivir con diversas enfermedades crónicas —hipertensión, diabetes, artrosis—, pero hay dolencias que resultan incompatibles con esta condición: todas aquellas que afectan al sistema nervioso central, pues comprometen de raíz la autonomía y la capacidad de disfrute. Por ello, los superviejos desgraciadamente no abundan.

Su preocupación, si es que tienen alguna, no es llegar a centenarios, sino aprovechar cada día aplicando la máxima de Michel de Montaigne: “Mon métier et mon art, c’est vivre” que significa simplemente ‘vivir es mi oficio y mi arte’.

Y aquí entra en juego una receta antigua que hoy parece revolucionaria: ‘saber alternar’. No se trata de privarse, sino de elegir el momento justo; no es contenerse por miedo, sino por inteligencia.

Sí, saber alternar. Ese arte de la medida, tan propio de las culturas mediterráneas, fue siempre una vacuna contra los excesos. Una copa de vino compartida, una sobremesa larga, un baile improvisado, un intento de conquista, que casi nunca se lograba: todo era celebración y contención, disfrute y respeto.

Los superviejos practican esa sabiduría sin manuales de salud pública ni campañas institucionales. Alternan el descanso con la aventura, el silencio con la tertulia, la prudencia con la temeridad. Han aprendido —y quizá esa sea la clave de su longevidad alegre— que no todo en la vida debe medirse en calorías o en cifras de colesterol.

Frente a los datos clínicos, ellos ofrecen otro relato. Frente al miedo al exceso, ofrecen equilibrio. Frente al culto a la juventud eterna, ofrecen juventud verdadera: la de quien se maravilla todavía y comparte buenos ratos con personas más jóvenes, poniéndose a su altura.

Y quizá ahí está la auténtica lección para nuestra sociedad obsesionada con los rankings de longevidad: no se trata de llegar a los cien años, ni de acumular décadas sin chispa, sino de rescatar la antigua sabiduría del saber alternar: moderación con audacia, serenidad con risa, prudencia con picardía.

Porque, en definitiva, la verdadera esperanza de vida no se mide en años, sino en la capacidad de disfrutarlos como un superviejo, una estadística que falta por hacer.