Desde el paleolítico, la caza fue un ritual de supervivencia, tanto por satisfacer las necesidades más elementales como por el deseo de adquirir una libertad que no se tiene.
Tal ritual se presenta en la antigüedad clásica ligado al sacrificio, forma de mediación entre la víctima y la divinidad, y en la vida romana aparece bajo dos modalidades distintas: la venatio, que encarna la violencia, y el aucupium, que requiere la habilidad. De las dos, fue esta última la que se impuso a lo largo de la Edad Media, época volcada hacia lo trascendente. Y como la poesía, en cuanto actividad del espíritu, busca de modo natural la altura, se entiende que, de las dos formas predominantes, la caza de cetrería y
la de montería, sea la primera la que guarda una estrecha analogía con la operación poética, que nos conduce hacia la luz y hacia la altura. Desde la más remota antigüedad, las aves consagradas a los dioses presagiaban lo trascendente y gozaban de especial estima. En Castilla, el caballo y el azor del conde Fernán González, la pérdida de los halcones y azores en el Cantar del Cid, y el neblí perdido de Calisto, que guía a éste hasta Melibea y será causa de su muerte, no hacen más que revelar una amplia tradición del motivo de la “caza de amor”, en la que el halcón, símbolo solar y fálico, persigue a la mujer-pájaro que se renueva con la luna. Gil Vicente fue un dramaturgo que conocía muy bien nuestra poesía tradicional, donde “La caza de amor / es de altanería”, según nos dice en la Tragicomedia de Don Duardos, donde la relación amorosa se ve como una prueba extrema que entraña riesgos. De ahí que siga más el castellano “amor cetrero”, que viene representado por el neblí perdido o halcón, que el servicial “amor cortés” provenzal, simbolizado por el azor encaperuzado, como vemos en la Comedia de Rubena, donde la cantiga-villancico que comienza “Halcón que se atreve”, funciona como comentario lírico de las pretensiones del enamorado infeliz:
Halcón que se atreve
con garça guerrera
peligros espera.
Halcón que se vuela
con garça a porfía,
caçarla quería
y no la recela:
mas quien no se vela
de garça guerrera
peligros espera.
La caça de amor
es d’altanería;
trabajos de día,
de noche dolor:
halcón caçador
con garça tan fiera
peligros espera.
Nos encontramos aquí con la pareja tradicional de garza y halcón, donde la simpatía cae casi siempre del lado de la víctima. Frente a la garza-Cismena, caracterizada de forma positiva (“guerrera”, “tan fiera”), el halcón-Felício es presentado como ejemplo de un yo en peligro (“peligros espera”), que fracasa en sus deseos amorosos. La unión de texto y glosa en el villancico, además de retratar sicológicamente al personaje, sirve para sintetizar el mensaje de la comedia: el reconocimiento de una situación amorosa, ambigua y compleja, que arrastra un antiguo sentimiento de culpa.
Durante el período anterior a la Contrarreforma, muchos de los motivos de la lírica profana fueron llevados a la lírica religiosa, mediante la técnica de los contrafacta o “versiones a lo divino”. Y así, el motivo de “la caza de amor” fue utilizada de forma alegórica por los místicos para expresar la unión del alma con Dios. Eso es lo que dice el Maestro Eckhart cuando habla del alma “cazando con ardor a su presa, Cristo”, o san Juan de la Cruz en su romance “Tras un amoroso lance”, donde el tema tradicional de la conquista amorosa aparece transformado en impulso de ascensión hacia el más alto amor:
Tras de un amoroso lance
y no de esperança falto,
bolé tan alto, tan alto,
que le día a la caça alcance.
5 Para que yo alcance diese
a aqueste lance diuino,
tanto bolar me conuino,
que de vista me perdiese;
y con todo, en este trance,
10 en el vuelo quedé falto;
mas el amor fue tan alto,
que le di a la caça alcance.
Quando más alto subía
deslumbróseme la vista,
15 y la más alta conquista
en escuro se hacía;
mas, por ser de amor el lance,
di un ciego y oscuro salto,
y fui tan alto, tan alto,
20 que le di a la caça alcance.
Quanto más alto llegaua,
de este lance tan subido,
tanto más bajo y rendido
y abatido me hallaua;
25 dixe: No aurá quien alcance;
y abatíme tanto, tanto,
que fui tan alto, tan alto,
que le di a la caça alcance.
Por una estraña manera
30 mil vuelos passé de un vuelo,
porque esperança de cielo
tanto alcança quanto espera;
esperé solo este lance
y en esperar no fui falto,
35 pues fui tan alto, tan alto,
Que le di a la caça alcance.
Toda forma bella tiende hacia la altura, hacia la luz. En la poética del vuelo, la palabra, “libre como el pájaro en el aire”, tiende a aligerarse, a quitar peso al lenguaje. A medida que asciende hacia lo alto, se hace invisible, como la alondra, cuya unidad dinámica, que une el cielo y la tierra, se hace signo de, se hace signo de sublimación en la unidad del canto. Para la experiencia desposeída del místico, el vuelo del ave cetrera viene a representar el aliento vivo de la poesía, pues como ha dicho Dionisio Aeropagita en su Teología mística, “El hecho es que cuanto más alto volamos menos palabras necesitamos”. En tal sentido, esta atención abierta al misterio, ajena a toda intención y método, no tiene otra finalidad que la plenitud de su llegar a sí (“que le di a la caça alcance”), lo cual suspende toda referencia en lo ausente que no se sabe (“Entréme donde no supe”), y deja en la escritura la huella del encuentro con lo otro. En su oscilar de lo naciente a lo real, lo que revela el vuelo de la palabra es un alejamiento del poder y de la posesión, de lo ya dicho y sabido en la escucha atenta de la espera, que es la posibilidad de toda creación.
En su ensayo “Prólogo a Veinte años de caza mayor del Conde de Yebes”, señala Ortega que el cazador no tiene que marcarse un objeto previo, pues cuando uno va de cacería va “a lo que salga”, sino buscar un espacio vacío y esperar en él a que la pieza salga. La caza, al igual que la poesía, es siempre el resultado de una intensa búsqueda, de una larga espera. De ahí que, en lo moderno, la caza deje de estar ligada al sacrificio, como ocurría en Grecia y Roma, y se vea más como una actividad lúdica, en la que convergen lo erótico y lo poético (“Y todavía no sé si soy un halcón / o una tormenta, o una gran canción”, dice Rilke). Este discurso doble y enigmático de la caza, donde vida y muerte van unidos, es el que aparece en el poema LXII de Los pasos del cazador, 1980), de José Agustín Goytisolo, donde la alusión a la posible muerte del cazador que no regresa es lo que da al poema todo su misterio y fuerza trágica:
Algo malo acontece
al cazador que espero
y que no vuelve.
Si la luna está alta
5 y él conoce el camino
¿qué le retrasa?
Van pasando las horas
y no vuelve y no vuelve
el que me quiere.
La ausencia amorosa sólo puede entenderse a partir de quien se queda. Los recursos más destacados en el poema, como la repetición de una misma forma verbal en presente (“y no vuelve”); la fórmula dialogal de la interrogación (“¿qué le retrasa?”), que recuerda el cantar de Melibea en el acto XIX de La Celestina (“La medianoche es pasada, / y no viene. / Sabedme si hay otra amada / que lo detiene”); y el símbolo de la luna, a la vez propicio y nefasto, se asocian todos ellos entre sí para ubrayar ese ritual dionisíaco de amor y muerte, presente en el estribillo del cantar tradicional (“Mal ferida yva la garça / enamorada, / sola va y gritos dava”), donde el podador del villancico ha sabido prescindir de lo anecdótico y quedarse con lo esencial: la garza malherida, enamorada, sola y que da gritos, porque tal vez siente próxima su muerte. Si la “garça enamorada” presiente su muerte, es porque tras ese rito sacrificial lo que se vislumbra es un nuevo despertar. De ese modo, la muerte por amor nos lleva a la más extrema poesía.
La caza, al ser un rito de paso, una experiencia de los límites, donde la escritura se forma, guarda una profunda analogía con la experiencia poética. El cazador, como el poeta, está siempre a la espera de que algo se manifieste. Ambos tienen que hacerse con el objeto ausente, que es el que impone su condición y su ley. Por eso, habría que hablar en rigor de una “erótica de la caza”, pues lo mismo que la ausencia del amante enciende la pasión de la amada, según vemos en las cantigas de amigo galaico-portuguesas, así también la del animal despierta la del cazador. Cazador y poeta están a la espera de lo ausente, de lo que todavía no se ha manifestado y se presiente antes que su propia aparición. Se podría decir entonces que la característica más señalada de la caza, cuyo simbolismo se basa en el carácter enigmático del animal, es esa situación de inminencia, de súbita irrupción, que sólo puede darse en el instante del poema.