El pasado fin de semana estuve en el cine con una de mis hijas, viendo la muy esperada película de Napoleón. En líneas generales me gustó el tratamiento del ascenso de Napoleón dentro del Directorio revolucionario, hasta que se hizo fuerte y decidió prescindir de todos ellos. Pero lo que realmente me hizo pensar fueron las tres últimas palabras que pronunció antes de morir, y que sintetizan sus tres grandes amores: Josefine, el Ejército y Francia.
No deja de ser llamativo que un autócrata como Napoleón, que no dudó en llevar a la muerte a más de tres millones de almas, todas ellas a la mayor gloria de su persona, se despida de este mundo pensando que sus actos fueron movidos por su gran amor a Francia, recordando así a otro conocido autócrata que proclamó algo parecido un siglo antes: el Estado soy yo.
Las teorías de organización de empresas han diagnosticado, sistematizado y resuelto ese sentimiento de “apropiación indebida” que revelaron Napoleón y Luis XIV. Lo llaman “problema de Agencia” y, simplificando, es el conflicto de intereses que se crea entre los dueños de una empresa y sus directivos. El problema se crea porque mientras que los dueños tienen un interés legítimo en la empresa (que funcione bien y obtenga beneficios), sus directivos podrían tener otros intereses, como por ejemplo hacerse ricos, dar empleo a sus familiares, o abusar de los bienes de la empresa, pretendidamente para dar mejor servicio a esa misma empresa.
El mundo corporativo resuelve el “problema de Agencia” echando mano de herramientas como declaraciones de conflicto de intereses, análisis forenses o comités de auditoría, todo ello con el apoyo insustituible de empresas consultoras. Si los accionistas de una empresa no se terminan de fiar de los directivos que han elegido para gestionarla, y establecen controles y contrapesos para que así, mal que bien el sistema funcione, ¿por qué no aplicamos la misma lógica con los políticos a los que nosotros hemos elegimos para gestionar los asuntos públicos?
Algún bien intencionado dirá que los políticos movidos por vocación de servicio público quedan fuera de sospecha de tener tentaciones como la de querer hacerse ricos, dar empleo a sus familiares, o abusar de los bienes del Estado. Especialmente si los he votado yo y me son afines ideológicamente. Por desgracia, grandes y pequeños napoleones pueden estar escondidos entre las filas de nuestros abnegados servidores públicos, y es al menos tan necesario como en las empresas el hacerles mantener sus apetencias dentro de límites éticos y legales.
Personalmente me pongo en guardia cuando un político me quiere convencer de que el mejor interés de nuestro Jardín del Edén precisamente se identifica con el suyo propio, y que no solo debo aplaudir que sea investido a cualquier precio, sino que además, si me cuestiono si ese precio no está resultando un poco excesivo, es porque no he entendido lo que necesita España para “avanzar”.
No nos dejemos engañar por una narrativa perversa: el “problema de Agencia” existe y es aún más grave en la vida política que en la empresarial. Creo que nuestra prioridad como ciudadanos debe ser reclamar que se mantengan contrapesos y controles, que eviten que ningún Napoleón vuelva a cabalgar -pretendidamente en defensa de nuestros intereses-, mientras cumple los suyos. Pregúntenselo sino a los millones de compatriotas que Napoleón no pestañeó en sacrificar, todo ello en el mejor interés y con el mayor amor a Francia.