Me permito el inmenso lujo de desglosar esta columna en dos partes. Sabemos cómo son los políticos, casi todos los de izquierdas: esa infame y casi siempre encorbatada turba de ganapanes, intrigantes, astutos, calculadores, mentirosos, oportunistas y serviles que se pasean por esos platós de televisión que ellos mismos compran con el dinero del contribuyente. ¿Y nosotros? ¿Quiénes somos? Nosotros, en el asunto que nos ocupa, somos los votantes; una mujer y un hombre, mayores de dieciocho años, armados con una papeleta frente al poder que puede ostentar esa infame turba explicada anteriormente. Pongamos un ejemplo: como nosotros, los votantes, formamos una multitud heterogénea y variopinta, vamos a reducirnos a una fila de diez personas... De esa decena, tres y medio de ellos no votan nunca, y a muchos de ellos puedo llegar a entenderlos. ¿Cómo votar a un partido constitucional (PSOE), eso sí, que ha practicado el terrorismo de estado o el latrocinio a manos llenas, ante los ojos atónitos del votante?... De los seis y tres cuartos de votantes que quedan en la fila, algunos han dejado el voto en la urna tapándose la nariz algunas veces, o cerrando los ojos, o ambas cosas a la vez, y la razón es que comprenden la vertiginosa rueda caprichosa en que se ha convertido la democracia. Sin votantes no habría políticos, sin políticos habría otra cosa como por ejemplo una república autoritaria de izquierdas que sería mucho peor, y eso es algo que impediría hablar de ellos con la libertad con que podemos hacerlo todavía, aunque ese todavía actual se diluye a pasos agigantados con las políticas gubernamentales de hoy. Francisco de Quevedo afirmó: Lo mucho se vuelve poco con desear un poco más... ¡Piensen!...
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