La receta

¿Podría Trump dejar a Europa sin medicamentos?

El último pulso comercial entre Estados Unidos y la Unión Europea, materializado en un nuevo acuerdo de aranceles, ha vuelto a poner sobre la mesa el estilo inconfundible de Donald Trump: la economía como arma política. Europa ya sabe lo que significa negociar con un socio que no duda en imponer condiciones duras incluso a sus aliados, y la inquietud es lógica: si Washington ha sido capaz de tensionar el comercio de acero, automóviles o productos agrícolas, ¿podría también utilizar los medicamentos como instrumento de presión sobre el Viejo Continente?

A primera vista, el escenario puede parecer verosímil. Estados Unidos es, de largo, el primer mercado farmacéutico del mundo en términos de valor: absorbe algo más de la mitad del gasto global en medicamentos. Pero conviene precisar qué significa esto. El liderazgo norteamericano no se debe a un mayor consumo, sino a un sistema de precios casi libre, donde los laboratorios pueden fijar precios con muy pocas restricciones. El resultado son diferencias de hasta diez veces en relación con Europa para un mismo medicamento. Así, el país se convierte en el gran motor de beneficios de la industria, que siempre justifica con sus avances en investigación y nuevos tratamientos. Ahora bien, si en lugar de medir el gasto miramos las unidades consumidas, el panorama cambia. Con 450 millones de habitantes y sistemas de salud que garantizan un acceso más universal, la Unión Europea es un mercado mayor en volumen que Estados Unidos. Dicho de otra forma: allí se paga más, pero se consume menos; aquí se consume más, aunque a un coste razonable.

Otro argumento habitual es el de la innovación. Buena parte de los medicamentos más novedosos surgen en Estados Unidos, gracias a la potencia de sus universidades, el dinamismo del capital riesgo y una regulación más rápida para aprobar terapias avanzadas. Sin embargo, innovación no significa producción. Muchos de esos fármacos se fabrican en Europa, con Irlanda como epicentro industrial y con Alemania, Italia o incluso España como actores destacados. Desde esas plantas se abastecen tanto el mercado europeo como el estadounidense. De modo que, aunque Trump quisiera cerrar el grifo, gran parte del grifo está instalado en suelo europeo.

La cuestión se relativiza todavía más si se piensa en los medicamentos esenciales. La Organización Mundial de la Salud mantiene una lista de unos 700 fármacos capaces de cubrir la mayoría de los procesos patológicos que afectan a la población. Europa ha adaptado la lista a las necesidades de países desarrollados. Se trata de antibióticos, analgésicos, insulinas, antihipertensivos y otros productos básicos que, en su mayoría, son genéricos y tienen patentes caducadas. Su fabricación está muy extendida y no depende de decisiones políticas en Washington. Es cierto que una buena parte de las materias primas procede de India, Pakistán y China, lo que supone un factor de dependencia a vigilar, y que podrían igualmente fabricarse en Europa, aunque cuesten un poco más. Pero son productos de bajo coste y gran volumen que resultan ajenos a las guerras comerciales transatlánticas. Mientras Europa tenga acceso a estos medicamentos, la salud de su población estará protegida.

En este contexto, España merece una mención destacada. Nuestro país se ha consolidado como un actor de primer orden en la industria farmacéutica europea. Cuenta con 174 plantas de producción que en 2024 alcanzaron un valor de 23.000 millones de euros, lo que supone un crecimiento del 40% en apenas tres años. Más de 20.000 millones corresponden a exportaciones, situando al sector como quinto exportador nacional. A esta fortaleza industrial se suma un liderazgo europeo en ensayos clínicos, que atrae inversión internacional y convierte a España en pieza clave de la autonomía estratégica europea. En otras palabras: no solo producimos medicamentos, también contribuimos a desarrollarlos.

Así pues, ¿podría Trump dejar a Europa sin medicamentos? La respuesta es rotunda: no. La robustez industrial del continente, el papel de países como España y la existencia de medicamentos esenciales hacen imposible un escenario de desabastecimiento general. En todo caso, lo que podría verse afectado es el acceso a algunos medicamentos innovadores y de alto precio, especialmente si Washington decidiera priorizar su propio mercado en situaciones de crisis sanitaria. Pero incluso en ese escenario, las grandes perjudicadas serían las propias empresas farmacéuticas estadounidenses, que perderían la oportunidad de vender en el mayor mercado mundial por volumen y verían resentida su competitividad frente a Europa y Asia.

Europa tiene vulnerabilidades, pero no están en la Casa Blanca. Están en la excesiva dependencia de materias primas procedentes de Asia, un terreno donde será imprescindible avanzar para reforzar la autonomía estratégica. Lo demás, por mucho ruido que genere, pertenece más al terreno de la política que al de la salud pública. Y en ese terreno, la tradición industrial y científica europea es la mejor garantía para sus ciudadanos.