La receta

“Médicos prohibidos ayer, bulos impunes hoy”

Durante siglos, el Índice de Libros Prohibidos fue la muralla que levantó la Iglesia católica para “proteger” a los fieles de lecturas peligrosas. No fue un capricho puntual, sino una política constante desde mediados del XVI hasta bien entrado el XX. Allí acabó de todo: panfletos incendiarios, sátiras irreverentes… y también obras de médicos que hoy consideramos clásicos de la cultura y la ciencia.

En España, el ejemplo más llamativo es el de Juan Huarte de San Juan. Su Examen de los ingenios (1575), un tratado sobre temperamentos y aptitudes humanas, fue un éxito de lectura, pero acabó en la lista negra. El Santo Oficio mandó expurgar pasajes en 1583 y 1584. La tijera inquisitorial prefería cortar párrafos “dudosos” antes que condenar en bloque un libro útil. Y ahí está la paradoja: el mismo texto que sirvió de manual para médicos y pedagogos fue considerado sospechoso por sus reflexiones sobre el alma y la naturaleza humana.

Otro caso fue el del inglés Thomas Browne. Su Religio Medici no era un manual de anatomía, sino una confesión espiritual de un médico curioso, a medio camino entre la ciencia y la fe anglicana. Eso bastó para que se prohibiera. Lo perseguido, una vez más, no era la práctica médica, sino la reflexión personal del médico convertido en escritor.

El francés François Rabelais lo pagó con humor. Médico y humanista, escribió las disparatadas aventuras de Gargantúa y Pantagruel. En 1559, Roma incluyó toda su obra en el Índice. Era divertido, sí, pero demasiado irreverente en una Europa dividida por guerras de religión.

Más dramático fue lo de Johann Weyer, médico neerlandés que se atrevió a discutir la caza de brujas en su De praestigiis daemonum (1563). Para él, muchas supuestas posesiones eran simples ilusiones o enfermedades. La Iglesia lo declaró “autor de primera clase”, etiqueta reservada a los más peligrosos. Lo que para la medicina era razón y diagnóstico, para la teología era desafío.

Y, cómo no, está la figura trágica de Miguel Servet, médico y teólogo aragonés. Sus obras fueron incluidas en el Índice desde 1559. Fue ejecutado en Ginebra, acusado de herejía por cuestionar la Trinidad, no por haber descubierto la circulación de la sangre, como se suele oír. Lo que marcó su destino fue disentir en cuestiones dogmáticas. Ciencia y religión se cruzaron en un terreno demasiado inflamable.

¿Qué nos deja esta galería de médicos prohibidos? Una enseñanza muy simple: la libertad de pensamiento es una aspiración humana que nunca muere, aunque se intente amordazarla. Confundir la defensa de la fe con la supresión de la pregunta fue un error de época, uno de esos desvíos que la historia corrige con el tiempo. De hecho, el Índice fue suprimido en el siglo XX, y nadie puede decir que con ello se haya apagado la religión.

Pero conviene mirar el presente. Hoy la censura religiosa ya no pesa, pero tenemos otro problema: la mentira deliberada en las redes sociales. No se trata de ideas distintas, sino de bulos fabricados para manipular. Dañan la salud, la economía, la convivencia. La libertad de expresión no protege al que miente de forma sistemática: ahí no hablamos de fe ni de pensamiento, sino de fraude.

Quizá necesitemos un “Índice” nuevo, esta vez laico, transparente y sin connotaciones religiosas: una lista de cuentas y autores que engañan de manera continuada. Que no les prohíba pensar, claro, pero que les quite premios inmerecidos: alcance, monetización, reputación. Sería aplicar una nueva lección de censura con herramientas modernas: proteger la verdad sin cercenar la libertad.