No deja de sorprenderme la cantidad de similitudes existentes entre los animales y el hombre. Sabemos que nuestras vísceras son muy parecidas a las de los cerdos (Sus scrofa domestica); que el número de genes del Homo sapiens se aproxima peligrosamente al del ratón (Mus musculus) al parecer un familiar muy cercano entre los organismos que son nuestro modelo genético; que la analogía entre el genoma humano y el del chimpancé (Pan troglodytes) es del 98,77%; que el gusano (Caenorhabditis elegans), la levadura (Saccharomyces cerevisiae), y la mosca (Drosophila melanogaster) son nuestros primos hermanos con los que compartimos proteínas y sendas genéticas.
De acuerdo.
Incluso puedo asumir que muchas de nuestras cualidades cognitivas y emocionales están presentes en los animales llamados superiores. Por ejemplo, el chimpancé es capaz de reconocerse en un espejo. Un elefante tiene autoconciencia del fenómeno de la muerte y se acoge al aislamiento para superarlo. Un delfín emite silbidos y sonidos silábicos para llamar a sus compañeros. El cuervo es capaz de fabricar herramientas después de una larga observación de la práctica de sus antecedentes. El perro puede hallar alimentos mediante pistas no lingüísticas. Y hasta creeré que algunos animales sonríen o lloran con los medios que la naturaleza les ha conferido: dando saltos, gimiendo, moviendo el rabo, arrastrándose…
Pero ninguno de ellos, ¡ninguno! conoce el placer de llorar.
El placer de llorar, de ensanchar el corazón cuando la emoción es tan intensa que no cabe en el pecho. Cuando vemos la ventura ajena. Cuando nos conmueve el heroísmo, la dedicación de los santos. Cuando encontramos algo perdido. Cuando ganamos un premio. Cuando somos muy felices. Cuando oímos música con los párpados entornados. Cuando nos dan por fin el abrazo soñado…
Si hacemos memoria, todos tenemos alguna lágrima cercana humedeciendo todavía nuestra mejilla. ¿O acaso muchos no hemos llorado con las medallas olímpicas de nuestros favoritos? ¿O con la más sentida canción de nuestro ídolo musical? ¿O con el regalo inesperado de un ser amado? ¿O con la graduación de un hijo? ¿O con las primeras palabras de un bebe?
Llorar de placer voluntariamente, permitir el llanto sin disimulo ni contención, también es un ejercicio de salud. Como el correr, hacer dieta o practicar yoga. Es permitirse esa suave caricia que, como un baño de sales, nos alivia el alma y nos refresca. Solo es preciso recordar, traer al presente una emoción pasada y vivirla de nuevo, intensamente, apasionadamente.
Un placer. El placer de llorar.
¿No creen?
Pues eso.