Hace unos días, en una charla rápida por Teams con un compañero de trabajo, surgió esa pregunta que cada vez más escucho: ¿qué pasará cuando la inteligencia artificial entre de lleno en la escuela? A partir de ahí vinieron otras, ¿qué papel tendrá el profesor?, ¿qué aprenderá realmente el alumnado si la máquina da la respuesta en segundos?, ¿cómo educamos en un mundo donde todo parece inmediato?. Estas no son solo sus dudas, también mías, sobre todo, cuando pienso en el futuro de José. Por eso lancé una encuesta entre quienes conviven cada día con estas preguntas en el aula.
La mayoría de quienes respondisteis sois amigos, familiares o conocidos de toda la vida (gracias de corazón, lo digo en serio). Sin vuestras respuestas, esto habría sido solo mi opinión, con ellas, es algo más, algo coral. Este texto no es solo mío, es también vuestro, es la voz del aula.
Las respuestas fueron anónimas, pero tan vivas que uno casi podía imaginar quién estaba detrás de cada línea. Quizá era una maestra de infantil, viendo cómo sus alumnos quieren acabar deprisa, la que escribió: “Lo que nos hace únicos es equivocarnos para aprender”. O aquella profesora jubilada que reconocía que, ya antes de retirarse, sus alumnos manejaban mejor la tecnología que ella, una voz generacional que nos recuerda lo rápido que cambia el aula. Y claro, también estaba ese profe saturado de trabajos copiados que confesaba: “No sé si lo que entregan mis alumnos es suyo o de la IA”.
En vuestras respuestas late la preocupación de que la IA robe lo esencial, el esfuerzo, la creatividad, la capacidad de pensar por uno mismo. Y no es un miedo infundado. Una revisión publicada en 2024 en la revista Smart Learning Environments advertía que un uso acrítico de sistemas como ChatGPT erosiona habilidades cognitivas como analizar o decidir. Si dejamos que la IA lo haga todo, no aprenderemos mejor, aprenderemos menos (y seguro que también lo has intuido tú).
La encuesta no fue solo un compendio de miedos, también trajo esperanza. Un docente contaba que la IA podría quitarle de encima horas de papeleo absurdo y devolverle tiempo para lo esencial, enseñar. Y no fue el único, más del 70% aseguró que se apuntaría a un curso de IA si su centro lo ofreciera. Eso dice mucho, los profesores quieren aprender, aunque muchas veces la formación que reciben no esté pensada para su etapa (¿qué sentido tiene que una maestra de infantil reciba cursos diseñados para secundaria?).
Mientras tanto, fuera de España, algunos sistemas educativos avanzan con decisión. En Singapur los profesores ya trabajan con “copilotos” de IA para personalizar recursos. En Finlandia, el Parlamento aprobó este año una ley que restringe el uso de móviles en clase salvo con autorización del profesor, no significa retroceder, sino recordar que no toda tecnología suma si no se usa con propósito. En Australia se estrenó en 2025 un marco nacional que guía a las escuelas en el uso ético de la IA. Y en India, el IIT de Delhi, una de las instituciones tecnológicas más prestigiosas del país, exige declarar cuándo se usa IA en los trabajos e integrarla en el currículo como competencia básica.
¿Y aquí?..., aquí seguimos debatiendo si los alumnos deben usar dispositivos hora y media a la semana, mientras en demasiadas aulas los ordenadores apenas arrancan y el wifi se cae cada media hora. No es que falten leyes, tenemos guías del INTEF, el Instituto Nacional de Tecnologías Educativas y de Formación del Profesorado, y el AI Act europeo, la primera ley global sobre inteligencia artificial, lo que falta es visión, inversión y adaptación real al aula.
España dedicó en 2022 un 4,32% del PIB a educación, por debajo de la media de la UE, situada en el 4,6%, según Eurostat. En conectividad, nuestro país ha avanzado y hoy está por encima de la media europea en cobertura de banda ancha ultrarrápida, pero eso no significa que la brecha esté cerrada, todavía hay centros donde el acceso falla y la realidad digital dista mucho de ser homogénea. En cuanto a formación, mientras sistemas como Singapur avanzan con rapidez en la capacitación digital de su profesorado, aquí muchos docentes siguen reclamando cursos prácticos y adaptados a cada etapa. Son cifras frías, sí, pero dicen lo mismo que escribió un profesor en la encuesta: “nadie aprende a pensar con un wifi que se corta cada diez minutos”.
Escuchando la voz del aula y mirando estos datos aparecen pistas claras de por dónde deberíamos empezar. Muchos coincidisteis en lo mismo, faltan recursos, faltan medios, faltan cursos pensados para vuestra realidad. Otros insististeis en que lo más frágil no son las máquinas, sino las personas, “La curiosidad es tuya, no de la máquina”, decía un docente. Y casi todos subrayasteis la necesidad de formación práctica, no teórica.
Con todo esto sobre la mesa se dibuja una hoja de ruta sencilla. Formar al profesorado de manera práctica y diferenciada por etapas, porque no tiene sentido dar la misma receta a infantil y a bachillerato. Rediseñar la evaluación, para que los alumnos no solo entreguen un resultado, sino que documenten el camino, qué prompts usaron, cómo verificaron, qué descartaron. Dotar a los centros de medios que funcionen, porque nadie aprende a pensar con ordenadores que se quedan colgados. Y por último, introducir la IA como alfabetización básica, enseñando a confiar, pero también a verificar, a detectar sesgos, a usarla como apoyo y no como muleta.
Nada de prohibir por miedo, ni de lanzarse sin red. Una integración progresiva, medida, con método. Una forma de garantizar que la IA en la educación no sustituya lo humano, sino que lo multiplique. Aquí conviene recordar algo que va más allá del aula o no…, hace apenas unas semanas se hizo público el caso de Adam Raine, un joven de 16 años en Estados Unidos que se suicidó tras meses de conversaciones con ChatGPT. Según la denuncia de su familia, el chatbot no activó protocolos de emergencia, le facilitó detalles sobre el método y hasta le ayudó a redactar una nota de despedida. Es una tragedia que va más allá de un fallo técnico, es el recordatorio brutal de lo que ocurre cuando la tecnología se usa sin criterio ni acompañamiento. OpenAI ha anunciado mejoras en sus sistemas de seguridad, pero el daño ya estaba hecho.
Ese caso extremo nos devuelve a lo esencial, la necesidad de una educación que enseñe a convivir con la IA con cabeza propia. Que forme ciudadanos capaces de discernir, de cuestionar, de no delegar nunca lo humano en lo automático. No podemos permitir que la IA sustituya lo humano cuando debería acompañarlo. John Dewey, filósofo y pedagogo estadounidense, decía que la escuela debía ser un laboratorio de ciudadanía, es decir, un lugar donde aprender también a convivir y a pensar juntos. Si la IA se convierte en un monólogo, perderemos esa esencia. Necesitamos que la tecnología libere tiempo para que el profe pueda mirar a cada alumno y preguntarle: “¿qué piensas tú?”.
Hay señales alentadoras. OpenAI lanzó hace poco ChatGPT Study Mode, pensado no para dar la respuesta sino para guiar paso a paso como un tutor. En Australia, un piloto ya ha reducido en un 25% la carga burocrática de los docentes. Khan Academy ha creado Khanmigo, un asistente que devuelve preguntas en lugar de respuestas. Son ejemplos de que la tecnología puede estar de nuestro lado si sabemos exigirle lo correcto.
La conclusión es sencilla, no queremos que la IA reemplace lo esencial, queremos que lo potencie. Lo esencial no es una respuesta rápida, es una pregunta mejor. El valor no está en el resultado, sino en el proceso. Imagina un aula en 2035. No hay tizas gastadas ni proyectores que fallan, pero sí una pizarra donde alguien, quizá un profesor, quizá un alumno, ha escrito a mano varias frases. No son lemas de empresa ni titulares de prensa, son recordatorios sencillos que resumen todo lo que deberíamos cuidar:
“Confía, utilízala, pero aprende a verificarla”
“No dejes que suplante tu pensamiento”
“La IA ayuda, pero tú decides”
“Equivocarse también enseña”
“La curiosidad es tuya, no de la máquina”
“No dejes que la IA suplante tu voz”
Me gusta imaginar que esas frases no son solo palabras sueltas, sino pancartas invisibles colgadas sobre cada pupitre, gritos que recuerdan que lo esencial de aprender no es obtener una respuesta, sino seguir teniendo preguntas. Sí, lo pienso también por José, porque quiero que en esa escuela del futuro él crezca rodeado de estas palabras. Si algo nos dice la voz del aula, es que la inteligencia artificial debe llegar, sí, pero sin acallar nunca la inteligencia que habita en quienes aprenden.