José Castro Serrano (Granada, 1829–Madrid, 1896) fue un médico que nunca recetó nada, salvo literatura. Licenciado en Medicina a los dieciocho años, dejó la bata blanca por la pluma, y con ella se ganó el respeto y la sonrisa del público. Periodista, cronista de sociedad, novelista y hasta gastrónomo acreditado, llegó a ser miembro de número de la Real Academia Española y de la de Bellas Artes de San Fernando. Su humor fino y su prosa fácil le hicieron célebre en los periódicos madrileños, donde firmaba a veces con el curioso seudónimo de El cocinero de Su Majestad, como si quisiera recordarnos que la palabra bien sazonada es más nutritiva que el mejor caldo.
De su abundante obra, La serpiente enroscada —publicada por entregas en La Ilustración Española en 1890— es una pequeña joya del costumbrismo sanitario. Allí, Castro Serrano se ríe con ternura de la vieja profesión farmacéutica, esa mezcla de alquimia, vocación religiosa y supervivencia económica, en la que el boticario era casi tanto un sacerdote de la ciencia, como un comerciante sin complejos.
La novela cuenta la historia de don Cenón Barrientos, un boticario madrileño que hereda la botica de un pariente suyo, también Cenón, y que, como buen personaje decimonónico, acaba enredado —como la serpiente del título— en la maraña de tradiciones, viudas, mancebos y modernidades que tanto dieron que hablar en las profesiones liberales del siglo XIX. La narración, con ironía benevolente, retrata un mundo donde el aprendiz barría, y dormía en un jergón tras el mostrador, pero si el titular fallecía, lo normal era casarse con la viuda.
Pero donde la novela brilla de verdad es en su retrato de las costumbres gremiales. En aquellos años, cuando el número de farmacias no estaba limitado por los colegios profesionales, pero si el número de farmacéuticos aprobados, las viudas de boticarios se convertían en un elemento esencial del equilibrio del sistema. Si el maestro moría, la viuda heredaba la botica, pero no el título, de modo que la continuidad del negocio pasaba por el matrimonio con un mancebo aprobado. Y así, entre lágrimas y recetas magistrales, se restablecía el orden económico y sentimental del barrio. Castro Serrano pinta estas uniones con humor y ternura, como una versión doméstica de la sucesión profesional, donde el amor y el negocio se daban la mano —y a veces se confundían.
El Cenón II de La serpiente enroscada, joven y aplicado, encarna esa segunda generación que hereda el mostrador, la viuda y el porvenir. A través de él, el autor muestra el paso de la botica de antaño, olorosa a trementina y alcanfor, a la moderna “oficina de farmacia”, con cristales carísimos y dependencias homeopáticas. La escena en que el viejo boticario, ya retirado, ve sustituido el rótulo de “Botica de Barrientos” por el de “Oficina de Farmacia” en letras doradas —y aún con el piadoso añadido “antes de Barrientos”— es un pequeño drama burgués contado con gran maestría: la sustitución del arte por el comercio, de la devoción por la rentabilidad.
El autor no deja títere con cabeza. Ridiculiza la homeopatía —esa “farsa ridícula” en la que “con una gota de medicina disuelta en treinta botellas de agua se cura el alma”— y se burla de los nuevos farmacéuticos que llaman “mercancía” a lo que él consideraba “producto de la ciencia humana destinado al alivio de nuestros semejantes”. Pero lo hace sin acritud, con esa melancolía de quien añora las boticas sombrías y perfumadas de su juventud, y sospecha que el progreso puede ser una forma de extravío con buena iluminación.
Y, sin embargo, La serpiente enroscada termina con un acto de afirmación. Don Cenón recompra su botica y vuelve a ejercer “como Dios manda”, rodeado de sus mancebos y de su criada, dispuesto a perpetuar la raza de los Barrientos. “La fortuna no nos favoreció con sucesión directa —dice—, pero deseo que los que nos sigan no estiren la serpiente con peligro de que se rompa”. Toda una metáfora de la continuidad profesional y del espíritu farmacéutico frente a los vaivenes del tiempo.
Castro Serrano escribió, sin pretenderlo, la novela de una profesión. Su humor no sólo nos hace sonreír: nos recuerda que las leyes, los reglamentos y las costumbres pueden tener consecuencias humanas insospechadas. Ayer fueron las viudas que debían casarse para conservar la botica; hoy son los farmacéuticos que, por obra de una legislación restrictiva, sólo pueden abrir allí donde el mapa y la población lo permite. Y, paradójicamente, mientras se limita el establecimiento, España ostenta el récord europeo en número de farmacias. Todo cambia para que nada cambie, como en La serpiente enroscada: una comedia de leyes, amores y recetas donde la serpiente sigue viva, y sigue enroscada