Memorias de un niño de la posguerra

Mi infancia en el Retiro

El parque del Retiro era, en mi infancia, junto con la Casa de Campo, mucho más grande en extensión, pero más lejana, los dos pulmones de Madrid. Pero ir desde mi domicilio a la Casa de Campo constituía una especie de expedición, y mis padres no me dejaban ir solo, mientras que al Retiro, a tres estaciones de Metro, era más asequible para un chaval.

Entre los recuerdos  infantiles de las zonas más utilizadas del parque destacan tres: la Casa de Fieras, el estanque y la Chopera. La Casa de Fieras, en los años de posguerra, pasaba por una crisis económica paralela a la que sufría la población. Las pobres fieras, con ajustados presupuestos para su alimentación, estaban melancólicas y hambrientas. Las jaulas eran escasas, pero los visitantes acudían en buen número porque era una forma económica de pasar el rato. Los niños íbamos acompañados por chicas de servicio, que eran objeto de intentos de ligar por militares de graduación que en sus horas de paseo se entretenían hablando con las niñeras de buen ver, atentas de que no se les escaparan los niños a su cuidado.

Al estanque solía acudir con mis hermanos mayores y sus pandillas de ambos sexos. A mi me colocaban en la barca donde menos pudiera molestar a sus posibles romances, que ¡oh casualidad! solían ser las chicas menos agraciadas. Las barcas solían destacar por su antigüedad, pero flotaban, que era lo importante, y el tiempo parecía acelerarse hasta el momento del regreso. En función de las posibilidades económicas de la pandilla si había provisiones, a escote entre los chicos se sentaban en un quiosco a tomarse unas cervezas acompañadas, como mucho, con alguna ración de patatas fritas.

A la Chopera acudía ya mayor, a partir de los diez años, cuando ya cursaba el Bachillerato. La explanada era enorme, y en los dos extremos había sendas casetas para alquiler de bicicletas. Por dos pesetas y cincuenta céntimos podías pedalear durante media hora por los distintos caminos del Parque. Y había chicas que eran tan rápidas como los chicos.

Pero La mayor diversión de la Chopera era el fútbol La explanada era lo suficientemente amplia como para permitir un partido de once contra once jugadores. En el Instituto Cervantes, donde cursaba entonces primero de Bachillerato, los martes por la tarde sólo teníamos prácticas de Matemáticas. El profesor, al que los alumnos le llamaron durante años El Piojo Verde, porque vestía de ese color, hasta que en enviudó y se vistió de luto, y pasó a ser El Piojo Negro, y que tenia la mala costumbre de golpear con el puntero en la cabeza de los alumnos distraídos, en vez de pasar lista dejaba este cometido al alumno designado  como jefe de curso, que a los once componentes del equipo nos señalaba como presentes.

En la Chopera no faltaban contrarios; lo que faltaban eran porterías, que se suplían con chaquetas o abrigos amontonados, con las consiguientes discusiones sobre si algún remate ajustado había entrado o había ido fuera. En una ocasión cuando fui a recoger mi chaqueta me habían birlado, sin duda por distracción (por distracción mía, por supuesto), la cartera con todo su contenido. Hubo tardes veraniegas en las que jugábamos sin interrupción más de cuatro horas. ¡Qué tiempos aquellos!

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