La receta

El espejismo de la innovación fracasada: medicamentos que prometieron demasiado

La historia de la medicina está sembrada de logros extraordinarios, pero también de ilusiones que se desvanecieron como castillos de arena. Cada generación parece convencida de que su ciencia es definitiva, sus métodos infalibles y sus descubrimientos revolucionarios. Sin embargo, la realidad —terca como siempre— se encarga de recordarnos que la prudencia sigue siendo una virtud científica.

Uno de los casos más emblemáticos fue la insulina inhalada, comercializada como Exubera a mediados de los años 2000. Presentada como una solución revolucionaria para los diabéticos que querían evitar las inyecciones, recibió la aprobación de las agencias reguladoras con entusiasmo. Pero el producto fracasó estrepitosamente: era caro, incómodo (el inhalador parecía un telescopio portátil) y no demostraba ventajas clínicas significativas. Apenas duró dos años en el mercado.

Otro ejemplo lo encontramos en ciertos medicamentos aprobados para el Alzheimer. Cada vez que uno de estos fármacos se anuncia, los titulares hablan de "esperanza" y "avance". Pero, una vez sometidos a la dura prueba del tiempo y uso clínico real, los resultados han sido, hasta ahora, decepcionantes.

Incluso fármacos aparentemente banales como el minoxidil —originalmente un antihipertensivo que terminó usándose para la caída del cabello— ilustran esta tendencia. Aunque sigue usándose, no cumple con las expectativas que se generaron en torno a él. Su eficacia es modesta, sus resultados temporales y su mecanismo de acción, poco comprendido. Aun así, fue presentado durante años como una especie de elixir capilar.

La lista no acaba ahí. Recordemos la cerivastatina, un fármaco hipolipemiante del grupo de las estatinas, retirado en 2001 por su asociación con casos de rabdomiólisis, un grave daño muscular. O el caso del Tamiflu, que durante la gripe A (2009) fue promocionado como un escudo frente a la pandemia. Y, así otros muchos, que no cito, para no cansar.

¿Por qué caemos en esta trampa? Quizá porque la ciencia moderna se ha revestido de una autoridad casi religiosa. El lenguaje técnico, los gráficos estadísticos y los ensayos clínicos parecen inmunes a la duda. Pero como advertía el poeta Paul Valéry: "La ciencia no tiene más autoridad que la que le damos: su poder no es mágico, es humano."

En tiempos en que la medicina se ve tentada por la inmediatez, la tecnocracia y la espectacularidad, conviene recordar el espíritu hipocrático: observar, esperar, desconfiar de lo nuevo, si no ha pasado la prueba del tiempo. La historia nos enseña que los fracasos farmacéuticos no son simples errores: son señales de alerta frente a la arrogancia del saber.

¿Por qué seguimos cayendo? Porque la ciencia, revestida de lenguaje técnico, parece inapelable. Como escribió Ortega y Gasset: "La claridad es la cortesía del filósofo." También debería serlo del médico, del farmacéutico y del gestor sanitario. No basta con demostrar eficacia estadística; hay que demostrar utilidad real.

La medicina, bien lo sabían nuestros antecesores, no es un laboratorio de entusiasmo. Es una disciplina de cautela, donde la experiencia pesa más que el momento actual. Si olvidamos esto, corremos el riesgo de convertir al paciente en campo de pruebas y al profesional en simple repetidor de novedades sin criterio.

Frente al vértigo del progreso, reivindiquemos la vieja virtud de la prudencia. Porque no todo lo que brilla en el mundo farmacéutico es oro: a veces es simplemente marketing revestido de bata blanca. Y, un consejo para los que inducen a comercializar medicamentos en los que, en muchos casos, ni sus propios técnicos tienen fe, sería aplicar el dicho de la huerta murciana, que implica resignación, para cuando algo sale mal: “otra mata que no echó”.

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