El velo de la apariencia

El embrollo judicial de Belorado

En realidad, no hay ningún embrollo. La Iglesia no es dueña del monasterio de Belorado ni de nada, por la sencilla razón de que en España la Iglesia Católica no tiene personalidad jurídica. Sí la tienen, y pueden poseer bienes, la Santa Sede, la Conferencia Episcopal Española, las Diócesis, Parroquias, Órdenes, Congregaciones Religiosas e Institutos de vida consagrada, otras Instituciones y Entidades Eclesiásticas. Pero la Iglesia, en cuanto tal, no la tiene. 

Hay que distinguir entre el monasterio como persona jurídica y el monasterio como edificio. Y surge entonces la duda: ¿quién es el dueño del edificio (y de los bienes muebles que hay en él)?

Si la Diócesis de Burgos se considera propietaria de los bienes, para alterar el statu quo habrá de ejercitar una acción reivindicatoria, por la sencilla razón de que carece de la posesión de los mismos, que, sin embargo, tienen las monjas. Y para ganar el pleito deberá probar su título de adquisición: cuándo, dónde, cómo y de quién adquirió tal propiedad. Las monjas no tienen que probar nada (art. 448 del Código Civil) porque la ley ampara el estado posesorio (arts. 441 y 446 del Código Civil). Si el arzobispo, o quien sea, intentara hoy acceder al monasterio sin el consentimiento de las monjas incurriría en un delito de allanamiento de morada. Por eso no lo hace. 

Aun suponiendo que la Diócesis probara su adquisición, habría que tener en cuenta si en algún momento reconoció de forma expresa o tácita que el monasterio es dueño de los bienes, en cuyo caso, de acuerdo con la doctrina de los actos propios, sostener ahora lo contrario sería signo evidente de mala fe. Y los derechos deben ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe (art. 7.1 del Código Civil). Su pretensión sería entonces desestimada.

El monasterio de Belorado es una persona jurídica y en cuanto tal goza de libertad religiosa, que comprende el derecho a cambiar de religión y separarse de cualquier iglesia o confesión (art. 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos). El artículo 16 de la Constitución reconoce la libertad religiosa de “los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. Es decir, que pueden separarse de una iglesia o confesión tanto las personas físicas como las comunidades, las personas jurídicas de base asociativa, como es el monasterio de Belorado.

Este derecho de separación se ejerce por medio de un acto o declaración unilateral que, por lo tanto, será válido y eficaz por sí solo, en el sentido de que rompe ipso iure el vínculo que había entre la persona titular del derecho y la iglesia o confesión a que había pertenecido hasta entonces. Para la efectividad de este derecho, el Estado no sólo debe abstenerse de cualquier acto de coerción dirigido a dificultar el cambio de religión sino que además debe articular los mecanismos necesarios para su efectividad. Y por si hubiera alguna duda, el ejercicio de este derecho no puede comportar sanción penal o de otro tipo.

Una vez separado de la Iglesia, el monasterio conserva su personalidad jurídica porque no ha incurrido en ninguna causa de disolución y tanto su organización interna como su capacidad de obrar se regirán a partir de entonces por el Derecho civil español. Roto el vínculo con la Iglesia, deviene del todo inaplicable el Derecho canónico, que no es Derecho español (salvo las normas relativas a la disposición de los bienes eclesiásticos, como Derecho estatutario, por entidades que formen parte de la Iglesia Católica). Este parece ser el criterio expresado por el presidente de la Conferencia Episcopal Española, que se inclina por aplicar la legislación civil. El derecho de la Iglesia a organizarse libremente no puede servir para extender su poder y su Derecho a personas o comunidades que ya no son católicas. Pensemos en la monstruosidad que supondría aplicar el Derecho islámico a un budista o al revés. Ninguna ley civil autoriza la intervención de la Iglesia Católica sobre personas que no forman parte de la misma. ¿Cómo puede entonces la autoridad eclesiástica entrometerse en el poder de disposición de quien no acepta su autoridad? 

El monasterio o comunidad que se separa se va con sus deudas, pero también con sus bienes. Y, como cualquier otra persona, podrá venderlos, hipotecarlos, arrendarlos, etcétera, a quien estime conveniente. Y ningún notario se negará a formalizar tales actos. El notario no es en España un profesional que a su libre arbitrio pueda aceptar o rechazar un asunto, sino que es un funcionario, encargado de una función pública, obligado a prestar su ministerio cuando le requiera una persona interesada, salvo que le pida algo que sea contrario a la gramática, a la lógica o al Derecho. Y, por si ello no fuera suficiente, el notario español deberá atenerse a las declaraciones de los otorgantes y testigos y a los documentos que le presenten, prescindiendo de sospechas o conjeturas, incluso de conocimientos que haya podido obtener por otros medios. Y, en todo caso, habrá de abstenerse de apreciar buena o mala fe, fraude de ley o abuso de derecho, simulación, etcétera, que solo pueden ser declarados por un juez dentro de un procedimiento contradictorio.

Los edificios monásticos se venden, ahora y siempre. ¿Quién otorga la escritura? ¿La diócesis o el monasterio? ¿Y quién ostenta la representación: el obispo o el superior de la casa? No tiene ningún sentido negar la personalidad jurídica del monasterio, la propiedad de sus bienes ni el derecho a separarse de la Iglesia. Admitidas estas premisas, estimo difícil fundamentar la tesis contraria.

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