Comienzo a pensar que Pedro Sánchez desciende de un antiguo linaje de alquimistas. A sus manos de trilero ha llegado un brebaje que sus ancestros, en siglos de frenética codicia, elaboraron con la sola intención de alcanzar la inmortalidad. Una inmortalidad concebida no como perpetuación de la vida, sino como perpetuación del poder. Lo que Sánchez ansía por encima de todo es poder. No me llamaría a sorpresa que en Moncloa tuviera habilitado un despacho de alquimia, oculto, a modo de búnker, donde el presidente ensaya, entre probetas, mejunjes varios y códices de indescifrable caligrafía, la alquimia del poder absoluto.
Imagino a Pedro Sánchez analizando un tratado chino del siglo XIII donde explican cómo transmutar la vileza natural de un individuo en virtud política; cómo convertir el plomo de su ideología narcisista en oro para las masas; cómo anular las conciencias sin que nadie sea capaz de anular su hoja de ruta, esa que nos lleva al ocaso de nuestra democracia.
Los acólitos del sanchismo han bebido de ese brebaje. Ya no son capaces de discernir el bien del mal, porque el mal les otorga poder, y el poder es una droga dura de la que pocas personas se desenganchan. Pero lo más fascinante del sanchismo es como se han despojado del ropaje socialista de la transición para travestirse en una inanidad que sonríe mientras da caramelos a unos párvulos que, no se me ofendan, son sus votantes.
Entre azufre, sal y mercurio, el presidente Sánchez compone una solución oral que hace tragar a todos los ciudadanos del país. Junto al demonio, que le observa y asiste en las mezclas, se las arregla para sustanciar cualquier consigna que le permita el escapismo político. Aunque esto no siempre será así, espero. En Europa están empezando a calarle; con suerte, no serán tan estúpidos como nosotros y sabrán frenar sus juegos de alquimista perturbado.
El sanchismo, en su búsqueda estéril de la cuadratura del círculo, nos arrastra por sendas de suelo cenagoso. Sánchez sólo tiene un objetivo, erigirse en tótem de una izquierda que le idolatre. Es la bruja de la Cenicienta enfrentado a un espejo que siempre responde lo que desea escuchar. El alquimista Sánchez salta de un escaque a otro mientras Putin y Trump juegan la partida sobre el tablero del mundo. Y el cronómetro sigue su curso, ajeno a los tics nerviosos de
la OTAN y al movimiento pendular que el demonio dibuja con el rabo. Hará falta mucho más que un brebaje para que la estabilidad de la aldea global que habitamos sea un hecho incuestionable. Por de pronto, en Moncloa predomina el azufre, el gobierno rezuma la inquina que exuda el poder absoluto, como en las paredes del infierno.