Cuaderno de bitácora

Carta abierta al Presidente

Excelentísimo Señor Presidente del Gobierno, atribulado en mi espacio más particular y confundido me hallo, luego de que al intentar escribir su augusto apellido, el corrector se empeñase en colarme por patronímico el sustantivo —o adjetivo, vaya usted a saber— de sanguijuela. Consternado, de otro lado, por una causa mucho más mundana al sentirme ignorado, ninguneado despreciado, marginado y apartado de la mínima consideración como español que soy, al ver la tela que se gasta Su Excelencia para otros husos, y todo a cuenta del espeluznante viaje que, en el ámbito más privado, realicé a Nueva York.

Allá en un centro comercial de cuyo nombre no quiero acordarme, quise integrarme a conciencia cuál nativo de la urbe, dándome por homenaje en un restaurante de comida rápida —dígase lo mismo chiringuito de comida basura que chatarra—, una hamburguesa sobre la que aún a fecha de hoy albergo dudas acerca del ADN de su carne. 

Y en un apretón que me dio mientras intentaba ponerle cuando menos nombre al origen de la vianda, atendiendo a la clasificación científica de los seres vivos, ahí dejé en el plato sobre el mostrador media hamburguesa, en tanto al escape me fui a aliviar de los retortijones a aquella ignota estancia donde, en el mayor recogimiento y vulnerabilidad del hombre, lo que un día se degustó y gustó, desaparece por el agujero negro del tigre cual si fuera antimateria.

Ya de vuelta, empapado en sudores fríos, me hallé ante el dantesco espectáculo de un pobre infeliz vestido con una gabardina desgastada al más puro estilo de Harpo Marx, esposado y sujeto por dos azules aguardando mi regreso. No bien me senté, de inmediato me instaron a presentar denuncia por el hurto del que había sido víctima, sin poder evitar mirar a mi alrededor para atisbar el delito: la media hamburguesa que, viéndola a su suerte, el pobre desgraciado se metió al bolsillo. “En mi país, por tomar comida para sobrevivir, no se castiga a nadie”, aduje ignorante de cómo se las gastan en aquel bastión de la libertad donde se reserva una celda para los borrachos, las más de las veces simples vagabundos.

Esfuerzos hercúleos hube de hacer declinando en sánscrito, latín, arameo neoclásico y otras lenguas antiguas, para persuadirlos de que aquel desdichado era convidado mío y que, por ende, no había sustraído nada. A la negativa se sucedieron las amenazas y, ante la evidencia de ser “de otro país”, me exponía a pasar la noche entre rejas, tras tocar el piano, para experimentar en carne propia la deportación al otro lado del muro, a la sazón no precisamente el de Pink Floyd.

Me costó lo mío convencerlos de lo pírrico que podría resultar su actitud para las relaciones hispanoamericanas, sabedor de que por aquellas latitudes no es lo mismo ser hispanic o latino que spaniard o europeo, jugando con la ventaja de ser rubio, de ojos azules, y de piel no blanca sino lechosa tirando a transparente, lo que ante un cuerpo policial tan versado en racismo fue como tener carta de naturaleza. Baste decir, en descargo de la ciudadanía, que la policía neoyorquina ni siquiera sabe redactar atestados en subjuntivo.

Hasta aquí el relato de la odisea de un español de pleno derecho, experimentada en aquellas tierras que si no fuera por Colón... Y he aquí mi desánimo, Señor Presidente, porque pese a ser un ciudadano tan privado y particular como su Begoña, en mi vicisitud no he visto a Su Excelencia poner a mi servicio todo el aparato del Estado, sin que haya roto usted relaciones diplomáticas con los Estados Unidos en defensa de mi honorabilidad. Llegados a este punto, considerando que al igual que su Begoña, yo tampoco soy ni represento a nadie en España, apenas me queda masticar su exclusión, anticipándole que, como los etarras en el recuento penitenciario, le daré la espalda el día en que como sátrapa ascienda a los cielos para ocupar la vacante baladí del túmulo del Valle de los Caídos, aceptado que todo caudillo —y hasta el rey sol— precisa mausoleo. Non plus ultra. 

Más en Opinión