Cuando pensamos en la Inquisición, solemos imaginar herejes, judíos conversos o iluminados que se atrevían a cuestionar los dogmas de la Iglesia. Lo que no resulta tan evidente es que los boticarios —esos hombres rodeados de tarros, morteros y recetas— también tuvieron su turno en el banquillo. Y no precisamente por preparar ungüentos sospechosos, sino por algo mucho más intangible: las palabras.
La historiadora Marisa Mundina García ha buceado en los archivos inquisitoriales para rastrear los procesos abiertos contra farmacéuticos entre los siglos XVI y XVIII. El resultado sorprende: un colectivo respetado, cultísimo para su tiempo, llegó a ser acusado de delitos que hoy, en pleno siglo XXI, suenan más a chisme de tertulia que a herejía peligrosa.
Los cargos más frecuentes eran las “proposiciones”, ese cajón de sastre donde cabían frases inconvenientes, dudas teológicas o bromas de mal gusto. Proposiciones heréticas, erróneas, malsonantes, impías, temerarias, injuriosas, blasfemas… había toda una taxonomía para clasificar lo que salía de la boca de un boticario con exceso de confianza.
Así, en 1736 un aprendiz de botica en Madrid, de origen francés, fue delatado por afirmar que no había que venerar igual las imágenes que el Santísimo Sacramento y que el Papa no pintaba tanto como decían. En 1744, otro farmacéutico aseguró que el infierno no existía, que aquello era un invento de los predicadores para meter miedo. Y ya en 1748, desde un pueblo catalán, se recogió la joya de un boticario que decía que Dios “era un trapito” por repartir mal las riquezas, además de soltar que fornicar no tenía nada de malo si ya existían rameras legalizadas.
No todo eran simples frases sueltas. Algunos casos muestran una vida entera vivida a contracorriente. Pedro Cayetano Ruíz, gallego establecido en Extremadura, fue acusado no solo de descreído, sino de hereje judaizante, ateo, irreverente en misa y hasta de vender medicamentos para provocar abortos. Entre las pruebas en su contra se citaba su costumbre de llamar “gazmoñerías” a las procesiones, rezar en soledad (cuando rezaba) y hasta un supuesto remedio amatorio que rozaba la brujería. En su caso la Inquisición veía la sombra de la Ilustración: un hombre que, entre pócimas y recetas, se atrevía a pensar que el alma racional no necesitaba infierno para disciplinarse.
Otros procesos rozan la comedia si los miramos desde hoy. En 1768, un boticario aragonés organizó, disfrazado de cura, un entierro de Carnaval con cruz de cañas incluida. Se lo tomó la Inquisición tan en serio que lo acusó de sacrilegio. Y a finales del XVIII, ya en plena decadencia del Santo Oficio, encontramos a farmacéuticos que negaban la existencia de demonios, reducían a los santos a “pedazos de lienzo” o denunciaban que los curas cobraban demasiado por bautizos y entierros. En realidad, muchos de ellos estaban dando voz a un malestar común de la época: la corrupción y el excesivo poder de la Iglesia.
Mundina recuerda que, pese a todo, los boticarios no fueron un grupo especialmente castigado. Sus procesos fueron pocos y casi siempre relacionados con el verbo fácil y la crítica intelectual. Lo habitual es que recibieran una reprimenda, alguna cárcel temporal y la confiscación de bienes, pero rara vez acabaron en tragedia. En realidad, su formación y su prestigio social los protegían: eran hombres de cultura en un país donde la mayoría apenas sabía leer.
No deja de ser irónico que aquellos que mezclaban sustancias químicas con precisión fueran perseguidos por mezclar palabras con demasiada libertad. Si algo nos enseñan sus historias es que la Inquisición, además de vigilar conciencias, también fiscalizaba sobremesas, charlas de rebotica y comentarios de taberna.
Hoy, a la luz del siglo XXI, estas acusaciones suenan a caricatura: ¿meter en la cárcel a un farmacéutico por decir que Jonás no cabía en la ballena? ¿Llamar ateo a quien prefería rezar en privado?
En definitiva, los boticarios fueron, en ocasiones, pacientes involuntarios de la Inquisición. Su delito: pensar en voz alta. Y quizás eso los emparente más con nosotros de lo que creemos, porque si algo no ha cambiado es que las palabras, incluso las más triviales, siguen teniendo el poder de incomodar al poder.