Cuando se repasan las páginas del Índice de Libros Prohibidos, llama la atención la ausencia de farmacéuticos. Médicos, teólogos, naturalistas: todos ellos pasaron con frecuencia por las listas de la censura eclesiástica. Pero los boticarios, dedicados a describir drogas y recetarios, apenas aparecen. Sus manuales eran demasiado técnicos para levantar sospechas. La excepción más llamativa no es real, sino literaria: un boticario convertido en personaje de sátira política.
En 1812, en pleno Cádiz constitucional, circuló un libelo titulado Conversación entre el cura y el boticario de la villa de Porriño sobre el Tribunal de la Inquisición. No era un tratado de botánica ni de preparados, sino un diálogo cargado de ironía donde el boticario hacía de contrapunto al sacerdote para cuestionar la vigencia del Santo Oficio. Cádiz hervía de papeles y libelos. La libertad de imprenta, reconocida por la Constitución, dio lugar a una marea de opúsculos políticos: defensas y ataques a las Cortes, críticas a la Inquisición, propuestas de reforma social. Muchos de aquellos textos eran de combate inmediato, pero dejaron huella en la historia de nuestra cultura política.
El boticario de Porriño, que nunca existió más allá de las páginas de aquel folleto, simbolizaba la entrada de la farmacia en la plaza pública. Y lo pagó caro: en 1815, ya restaurada la censura tras el regreso de Fernando VII, el Santo Oficio prohibió el texto “por contener proposiciones falsas, erróneas e injuriosas al Tribunal”. Cuando la botica salía del mostrador y se asomaba a la política, corría el riesgo de terminar en el Índice.
Frente a ese caso singular, los médicos sí estuvieron mucho más expuestos. El último gran repertorio, el Índice de los libros prohibidos y mandados expurgar publicado por León Carbonero y Sol en 1873, recogía todavía los nombres de varios médicos célebres. Allí figuraba Miguel Servet, perseguido desde el siglo XVI por sus tesis antitrinitarias; también Girolamo Cardano, con su De subtilitate, censurado por mezclar astrología y filosofía natural; o Julien Offray de La Mettrie, cuyo Hombre máquina encarnaba el materialismo radical de la Ilustración. Carbonero y Sol, con erudición y celo apologético, recopilaba todas las condenas hasta 1872, manteniendo vivo un catálogo de sospechas que la ciencia había dejado ya atrás.
El contraste entre médicos y boticarios es revelador. Los primeros, con su inclinación a la especulación filosófica, chocaban de lleno con la ortodoxia. Los segundos, más atentos a la sustancia concreta y al remedio tangible, apenas dieron trabajo a los censores. Su mundo era el de la práctica, no el de la metafísica. Y quizá por eso, en pleno siglo XXI, el papel de los farmacéuticos como fuente de información sanitaria sigue siendo tan sólido: su oficio les obliga a estar pegados a la realidad.
Los que hicimos el bachillerato en las aulas del colegio de Santa María del Pilar en las décadas de los 50 y 60 de pasado siglo, todavía podemos recordar un pecado capital ahora abolido: la prohibición de leer ciertos autores que habían sido incluidos ‘opera Omnia’ en el Índice como Emile Zola, Honorato de Balzac, o muchas de las ‘nivolas’ de Miguel de Unamuno, por citar algunos de los más conocidos.
En los años recientes hemos visto una nueva realidad, ya sin los frenos de inclusión en el índice o la amenaza del pecado mortal: las noticias falsas sobre la salud.
La enseñanza es evidente. En 1812 el miedo estaba en los libelos que cuestionaban instituciones; hoy el peligro es otro: las noticias falsas en las redes sociales. No hablamos de opiniones distintas, sino de bulos fabricados para confundir. Atacan a la salud pública, intoxican la convivencia y debilitan la confianza social. Si antaño el remedio fue un Índice de libros prohibidos —equivocado en sus criterios, pero revelador de la necesidad de defensa de la verdad de aquel momento—, hoy la pregunta es si necesitamos un mecanismo nuevo, laico y transparente, que señale a quienes engañan de forma sistemática.
El boticario de Porriño fue un personaje literario castigado por meterse en política. Sus colegas actuales, en cambio, han demostrado ser una de las últimas líneas de defensa contra la intoxicación informativa. Entre aquel libelo gaditano y la farmacia de hoy media toda una historia: la del paso de la censura a la libertad, y la de la necesidad —intemporal— de proteger la verdad sin sacrificar la libertad de pensar.