Mis personajes favoritos

Mariano, el desafortunado...

El hotelito de la calle de don Ramón de la Cruz, que compró mi bisabuela, la gran actriz Balbima Valverde, en principio no tenía número, y se indicaba como “último hotel”. Después, y durante  largos años, pasó a adoptar el número 73, y poco antes de su demolición, para construir un edificio de pisos, se convirtió en el número 83. Además de la casa con sótano y dos plantas, a las que se añadió una tercera  que construyó mi padre para albergar a su familia, tenía a ambos lados sendos pabellones, convertidos en cocheras (de coches de caballos, por supuesto). Con el tiempo el pabellón de la izquierda pasó a ser vivienda y zapatería de arreglos. El primer zapatero remendón, Higinio, que hacía las veces de portero, tenía como ayudante a Bernardo Jorquera, que heredó el puesto a la muerte de Higinio. Que la zapatería no era muy rentable lo demuestra que Higinio, cuando enfermó gravemente, se lamentaba de tener pendiente una deuda de cincuenta pesetas, que liquidó mi padre para que pudiera morir en paz. 

En la guerra civil, Bernardo, acompañado por Mariano, también zapatero y de su quinta, se hizo cargo de un taller de guarnicionería del ejército republicano, a cincuenta kilómetros de Madrid. Pero en los últimos días de la guerra, cuando los republicanos se retiraban en desbandada, Bernardo y Mariano decidieron dejar el taller y dirigirse andando hacia Madrid. “Yo sabía a lo que me exponía, porque estaba al frente del taller, en mi condición de cabo”, me dijo Bernardo. El caso de Mariano era peor, porque era cojo. Tenía la pierna derecha más corta que la izquierda, y  usaba un tacón ortopédico. Llegaron agotados a Madrid, y cuando se firmó la paz Bernardo volvió a hacerse cargo del taller de zapatería, mientras consiguió un piso en alquiler en la calle Nueva del Este, después Rufino Blanco, junto a la plaza de Manuel Becerra. 

Mariano tuvo que refugiarse en una chabola del barrio de Villaverde. Llegar diariamente al trabajo representaba un gran esfuerzo. Su mujer le metía algo de comer en una tartera, y Mariano consiguió ahorrar lo necesario para comprarse un reloj despertador.

Yo siendo muy pequeño me pasaba las horas mirando cómo trabajaban Bernardo y Mariano. Me admiraba ver como Bernardo se metía un puñado de clavos en la boca, que iba sacando uno a uno para clavarlo en el zapato al poner las medias suelas. Mariano me solía mandar a la pipera de la esquina para que le comprara un pitillo de “caldo de gallina”, como se conocía a un tabaco negro que se vendía a 35 céntimos, y que se liaba con cuidado. Cuando, años después, yo empecé a fumar, de dos “caldos de gallina” se podían sacar tres pitillos, sí se aprovechaba hasta la última brizna del tabaco.

Mariano no tenía hijos, pero con su mujer habían recogido a una niña a la que querían con locura, y dedicaban sus humildes ahorros. Pero un día vi como Mariano lloraba desconsolado. Tras varios años, la madre de la niña había aparecido, y se había llevado a la pequeña. Mariano no tenía dinero para emprender un pleito, y además le informaron de que la madre tenía todos los derechos.

Mariano dejó de trabajar con Bernardo, y no volví a saber nada de él. Pero tuve un sueño, del que ya escribí, y ahora repito. Soñé que Mariano se había levantado, como de costumbre, tras oír el despertador, y renqueando, había caminado hasta llegar al cielo, donde ya volvió a cojear ni a arreglar zapatos, y donde le  devolvieron a esa hija que no era de su sangre, pero sí de su corazón, con la que iba a permanecer por los siglos de los siglos.

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