Mis personajes favoritos

Doña Rita, mi maestra

El 2 de octubre de 1943 fue mi primer día de colegio. No era un colegio como otros. Era un piso en la Plaza de Alonso Martínez 6, quinto derecha donde vivían las profesoras, doña Rita Morugán, que se encargaba de las clases, su hermana Mercedes, mayor que ella, que era la profesora de Música, y un hermano todavía mayor, jubilado, que se llamaba Julio y que en los ratos libres nos hacía leer cuentos y relatos infantiles. Otra hermana, Julia, no llegué a conocerla, creo que ya había fallecido.

El recuerdo de ese primer día de clase está grabado en mi memoria con una sensación de oscuridad. En aquellos años de posguerra eran frecuentes las restricciones y los apagones de luz. El piso era grande, y en la habitación donde se daban las clases había una enorme mesa que permitía acoger a una docena de alumnos. Las clases de solfeo y piano eran más pequeñas, con grupos de niños y niñas pequeños para el solfeo, y clases particulares para mayores, que duraban entre media y una hora. El sonido del piano llegaba a la habitación principal, y era muy agradable. Había varios grupos. Yo comencé en el de niños y niñas más pequeños, pero sólo por unas horas, porque a mis cinco años leía y escribía correctamente, y me pasaron a un grupo superior.

Doña Rita debería tener entonces cincuenta y tantos años. Tenía el cabello blanco como la nieve, vestía siempre de negro u oscuro, y se peinaba hacia arriba, sujetando el pelo con una gran peineta. Era una pedagoga fuera de serie, sus clases de lengua, de geografía, de historia, estaban llenas de amenidad. Yo entonces era una especie de “repelente niño Vicente”, que era el primero en contestar a las preguntas, lo que me hacía estar a la cabeza de los más premiados. Doña Rita tenía establecidos dos premios semanales: el Cuadro de Honor y la Medalla. Todavía conservo numerosos Cuadros de Honor, en un papel especial de color rojo, en los que se leía: “El alumno X ha merecido, por su buena conducta y aplicación, figurar en el Cuadro de Honor durante la semana ( y aquí la fecha). La Medalla, con la efigie de la Virgen y una cinta azul era prestada, y se entregaba al alumno que destacaba en sus conocimientos de Religión. La Medalla se daba el jueves y había que devolverla el sábado. En casa estaban acostumbrados a verme los jueves con la medalla.

Junto  a la enseñanza lectiva, recibíamos clases de buena educación. A la entrada y a la salida, las niñas tenían que dar la mano a la profesora mientras hacían una especie de reverencia, y los niños tenían que besarle la mano o, para ser más exactos, le tomábamos la mano y besábamos nuestro propia dedo pulgar, sistema que empleaba en mi casa cuando tenía que saludar a señoras casadas. Ahora esto resultaría ridículo, pero entonces era una muestran de ser bien educado.

En mi segundo curso en la Escuela de doña Rita pasé, por méritos propios, al primer grupo. Era el único varón, y el más joven. Entre mis compañeras de entonces, sigo en contacto con Aurita Pardo Vargas, un modelo de bondad y religiosidad que ahora, al haber enviudado, es una de las más activas de su parroquia. Las hermanas Boutton vivían en la calle de San Tomé, Carmen estaba en mi grupo, con entonces 14 años, y su hermana mayor, Pilar con 17 asistía a las clases que, en una galería acristalada nos impartía una excelente profesora, madame Boalibeau. En mis tiempos de Bachiller saqué dieces y nueves en francés, con lo que había aprendido de niño. Por poco  tiempo tuve como compañeras a las hermanas María Victoria y Ana María del Pozo, que tenían un hermano pequeño, Jesús, que triunfó como modisto.

El final de doña Rita como maestra fue triste. Con la Ley de Educación, y la escolarización obligatoria desde la infancia, se fue quedando sin alumnos. Cuando fui a verla con mi hijo mayor, sólo tenía una alumna, de la que estaba orgullosa. Estaba muy mayor, pero seguía entregada a la enseñanza. Cada vez que paso por la Plaza de Alonso Martínez dedicó un recuerdo agradecido a doña Rita Marugán, mi maestra.

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