El ser humano vive inmerso en un mundo de signos; sin embargo, la ausencia de ellos no es un vacío neutro, sino una forma profunda de significación. El silencio, la oscuridad, la desnudez, la muerte, incluso la fealdad, se nos presentan como ausencias que cargan consigo un peso expresivo y simbólico. Son “acciones cero”, en palabras de Charles Bally, que sugieren un contenido invisible, pero no por ello menos real. En la poesía mística de San Juan de la Cruz, particularmente en la Noche oscura, la ausencia se convierte en el modo privilegiado de nombrar lo inefable: el tránsito hacia la unión con Dios.
San Juan de la Cruz escribe:
“En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh, dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.”
La noche —símbolo de oscuridad y de silencio— es aquí la condición necesaria para el encuentro con lo divino. La luz y la palabra son insuficientes; la plenitud se alcanza a través de la privación, por medio de un vaciamiento radical del yo. Tal como sugiere la tradición neoplatónica y mística, el exceso de presencia ciega; es en la ausencia donde se revela lo eterno.
La experiencia del místico no puede traducirse en palabras sin riesgo de traición. Platón llamaba a esa experiencia arrhēton (“indecible”), Aristóteles la concebía como aneu logou (“sin palabra”), y la teología medieval la identificó con el paradójico nunc stans, un presente eterno fuera de la historia. San Juan de la Cruz se sitúa en esa paradoja: su canto es lenguaje, pero lenguaje que se abre al silencio; música que quiere disolverse en la nada para dejar espacio al Todo.
En este sentido, la poesía mística es un testimonio de la ausencia. El erotismo espiritual que recorre la Noche oscura consiste en despojar toda presencia y hallar en el vacío el lugar donde se hace audible la voz de Dios. Como recuerda Alejandro Dolina: “El universo es una perversa inmensidad hecha de ausencia. Uno no está en casi ninguna parte”. Esta inmensidad es la que habita el poeta: un espacio donde la soledad y el desarraigo se transfiguran en ventura.
La radicalidad de San Juan de la Cruz se expresa también en sus consejos espirituales: “Procure siempre inclinarse: no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso… no a lo que es descanso, sino a lo trabajoso… no a lo que es consuelo, sino antes al desconsuelo”. Se trata de una pedagogía de la renuncia, en la cual lo negativo no es mera carencia, sino condición para el hallazgo. El que ama encuentra en la ausencia un modo de plenitud: “Pon amor donde no hay amor, y sacarás amor”.
Así, el silencio se vuelve música, la oscuridad se vuelve guía, la ausencia se convierte en presencia. La Noche oscura canta esa paradoja: cuanto más despojado de signos, más colmado de sentido se encuentra el alma. El lenguaje de San Juan de la Cruz es una ventana hacia el vacío, pero un vacío cargado de plenitud, donde el Amado y la amada se funden en un solo ser: “Amada en el Amado transformada”.
El carmelita, encerrado en prisión y herido por la incomprensión de su tiempo, supo transformar el silencio en un exceso de poesía. Allí, en la estrechez de la celda, escribió páginas que hoy constituyen uno de los puntos más altos de la literatura universal. Como en el Cántico espiritual, donde reescribe el Cantar de los cantares, la ausencia se torna deseo ardiente de lo sagrado, y la herida del amor se convierte en fuente inagotable de canto.
Así, San Juan de la Cruz nos revela que el secreto de la vida, como él mismo confiesa, “consiste simplemente en aceptarla tal cual es”: una experiencia de despojo y plenitud, de silencio y palabra, de ausencia y amor, entonces lo indecible no puede callarse, porque el alma, aun en la noche más oscura, arde con una luz interior que no se extingue.