En el corazón de toda verdadera poesía habita una fiebre: una pulsación que va creciendo, como si el poeta atravesara un rito iniciático donde la palabra se transforma en llama, en herida, en revelación. En ese tránsito, el poema deja de ser una forma estética y se convierte en una experiencia del ser. La poesía —esa “puerta prohibida” que conduce hacia lo otro— se abre como un umbral donde el tiempo pierde su medida y el lenguaje se vuelve cuerpo.
El poeta, al grabar el nombre del cuerpo, como en un acto sagrado, traza en la palabra el signo del instante absoluto: lo que escapa a toda explicación, lo que solo puede vivirse en la intensidad del delirio. Escribir, entonces, no es representar el mundo, sino reinventarlo, abrirlo desde dentro, provocar que “la piedra grite y el muro respire como un pecho” como escribió Octavio Paz. Allí donde el pensamiento se agota, el poema comienza.
El filósofo Albert Camus decía que “la capacidad de atención del hombre es limitada y debe ser constantemente espoleada por la provocación”. El poeta cumple esa tarea: provocar el pensamiento a través de la palabra, herir el lenguaje para que despierte. La provocación poética no busca el escándalo, sino el estremecimiento interior, el temblor de la conciencia ante lo que parecía inerte. Cuando una piedra grita o el muro respira, el mundo revela su lado siniestro y sagrado: aquello que estaba oculto bajo el velo de lo cotidiano.
El poeta, como el místico o el filósofo, percibe que solo lo frágil perdura, que la belleza es un relámpago que deja huella en la oscuridad. Simone Weil escribió: “Estrellas y árboles frutales en flor. La completa permanencia y la extrema fragilidad proporcionan por igual el sentimiento de la eternidad.” En esa paradoja —entre lo efímero y lo eterno— habita el sentido último del arte.
La poesía es, en ese sentido, una forma de conocimiento tan radical como la filosofía. Pero, a diferencia de la especulación académica, la palabra poética actúa: transforma, encarna, toca lo invisible. En La náusea de Sartre o El extranjero de Camus, la literatura es un modo de pensar la existencia a través de la experiencia concreta del absurdo, del hastío, de la pérdida. El pensamiento se hace cuerpo, el concepto se hace gesto.
Lo mismo ocurre en el poema: el pensamiento no se formula, se revela. El verso se vuelve respiración del mundo, frontera entre el silencio y la conciencia. El rito del poeta —ese trance delirante en el que la palabra sangra— es una forma de conocimiento que ningún tratado filosófico puede alcanzar. En ese vértigo, la poesía se convierte en una epifanía de lo siniestro, de lo otro, de lo sagrado.
La raíz del tiempo está allí, en esa tensión entre el instante y la eternidad, entre el cuerpo y el verbo. El poeta no busca entender: busca ver. Como escribió Rozas de Acaya, “no es que el poeta vista al mundo con tules fantásticos… El poeta ve lo que otros no ven, pero que está allí”. Ver es el acto fundamental del espíritu poético. Ver es crear.
El poeta, al igual que el filósofo, se enfrenta a la materia invisible del tiempo, pero no para medirla ni dominarla, sino para habitarla. En su espejismo, el poema se convierte en la respiración del instante, en la forma viva de lo inasible. La palabra poética no explica: acontece. Es una epifanía que interrumpe el fluir del tiempo y nos sitúa ante lo eterno, como si por un segundo el mundo se mirara a sí mismo y comprendiera su fragilidad.
María Zambrano escribió que la poesía es “razón en penumbra”, una forma de conocimiento que nace del temblor. Y quizá ese temblor —esa conciencia de que todo está a punto de desaparecer— es lo que vuelve al poeta un vidente del ser. Su tarea no es descifrar el mundo, sino mantenerlo despierto, acaso por eso la poesía sigue siendo tan necesaria.