¿Qué significa ser en un mundo donde la identidad parece desplazarse como un espejo que nunca termina de fijarse? La filosofía moderna convirtió esta pregunta en un problema central, desde los debates iniciados por Hume sobre la inexistencia de un “yo” sustancial hasta la respuesta de Kant, que hizo de la unidad sintética de la autoconciencia el suelo donde comienza toda experiencia posible. Puede discutirse si Kant leyó con detenimiento el Tratado de la naturaleza humana, pero lo cierto es que su crítica a la idea de un “sujeto sustancial” muestra, paradójicamente, un intento por preservar algo del yo al que Hume reduce a una multiplicidad de percepciones inconexas: un hilo de continuidad que permite decir “yo pienso” en todas mis representaciones; ese hilo —delgado, frágil, pero persistente— es donde comienza la identidad.
La modernidad, sin embargo, complejiza ese hilo, lo tensa, lo contradice. Shmuel Eisenstadt, sociólogo fundamental del siglo XX, señaló que la modernización no destruye las tradiciones ni las reemplaza: las atraviesa. De allí surge su noción de modernidades múltiples, un paradigma que reconoce que cada sociedad vive la modernidad a partir de su propio imaginario cultural. La identidad, lejos de ser un vestigio premoderno, se convierte en un campo donde se negocian herencias, aspiraciones, fracturas y resistencias.
En este sentido, modernidad e identidad no se oponen; dialogan, se cuestionan, se fecundan. La conciencia global contemporánea —marcada por el posmodernismo, la crítica poscolonial y el debate sobre la globalización— es también conciencia de este movimiento múltiple.
Octavio Paz lo sintetizó con lucidez: vivimos en la escisión. Para él, desde el Renacimiento se abrió un abismo entre las ideas y las creencias, la ciencia y la fe, la tradición y la razón. Pero Paz no proponía la resignación: veía en esa ruptura una oportunidad para pensar, para que la cultura habitara los intersticios. Somos almas divididas, sí, pero —como escribió— no condenadas, sino convocadas a imaginar nuevas síntesis. La identidad es, en ese sentido, un ejercicio de recomposición permanente.
La poesía ha sido quizá el laboratorio más fértil para pensar la identidad.
En ella, el yo no es una sustancia, sino una búsqueda, un intento por distinguir lo propio de lo impuesto, una interrogación sobre la memoria, un diálogo con el territorio, una resistencia frente a la homogeneización.
Muchos poetas latinoamericanos han hecho de esta búsqueda una forma de conocimiento. La poesía, como diría Bachelard, escucha al mundo: se detiene en el silencio para oír un lenguaje más hondo que el de la vida cotidiana. En ese acto, el mundo posee al poeta, lo embriaga, y él, para que la embriaguez sea verdadera, bebe en la copa del mundo.
La identidad poética se construye así: no a partir de categorías abstractas, sino a partir de imágenes que nos reflejan y, al mismo tiempo, nos transforman. García Ponce lo expresó bien: el poema da sentido a una biografía, ofrece un puente entre el poeta y el mundo, entre la ausencia de realidad y la posibilidad de encontrarla, aunque sea por un instante.
Wittgenstein y Russell discutieron si la identidad es realmente una relación entre objetos. En el lenguaje cotidiano, argumentan, esta preocupación tiene poca relevancia. A nadie le angustia encontrar dos objetos idénticos. Pero cuando hablamos de identidad humana, la preocupación cambia: no se trata de distinguir objetos, sino de comprender cómo se sostiene el yo frente al mundo.
José Saramago lo expresó con una claridad radical: “La identidad de una persona consiste, simplemente, en ser, y el ser no puede ser negado.” La identidad no es un documento, ni un origen geográfico, ni un nombre: es la continuidad respirada de una vida que se sabe a sí misma.
Borges, desde una perspectiva más metafísica, escribió que todo destino, por complicado que sea, contiene un solo momento decisivo: aquel en el que el hombre sabe para siempre quién es. Ese momento, a veces luminoso, a veces oscuro, define una biografía más que cualquier dato externo, Oscar Wilde, por el contrario, denunciaba que la mayoría de las personas son otras: piensan con ideas ajenas, viven vidas imitadas, sienten pasiones prestadas. Es decir, la identidad puede diluirse si no se ejerce como creación personal.
Al final, la identidad es menos una esencia que un trabajo, un proceso, una síntesis inacabada, un puente hacia el que avanzamos mientras lo construimos. La filosofía moderna quiso determinar las bases lógicas del yo; las ciencias sociales exploran cómo la identidad dialoga con la historia y la cultura; la poesía, en cambio, la revela en su fragilidad luminosa, en sus destellos y silencios. Quizá, como sugiere Borges, todos aguardamos ese instante único de revelación o como intuye Saramago, el ser ya está allí, respirando, esperando ser habitado con autenticidad.