Las dos aguas

La novela era el género preferido de Unamuno. Buen género el de las novelas de don Miguel de quien Cernuda decía que no le gustaba su poesía por su dureza de oído, tosquedad de expresión, y engreimiento.

La novela es muy tuna. Todos los periodistas de antes y algunos maestros nacionales creían que tenían una novela dentro.

Ahora la novela es la tentación de las estrellas televisivas, piensan que es fácil.

Pues no. Incluso para grandes poetas hacer el tránsito de la poesía a la narrativa resulta un parto escasamente placentero, como si la criatura viniese de nalgas. De hecho, un García Lorca desbordante de talento y fantasía sólo escribió un libro de prosa. Alberti nos dejó el etílico caos de La Arboleda perdida y ahí se paró. Dos botones entre mil.

De esta consideración absolutamente asidua se libra Rafael Soler, cuya riqueza expresiva en la novela y en la poesía resulta tan noble como una impertinencia a la que le robaron la palidez para hacer sitio a la pasión.

Si Rafael Soler aparece ahora con "La pistola de mi padre" no está interrumpiendo a Rafael Soler. Hace menos de un año de su "Memoria y no" donde construyó versos y los puso a navegar. Su creatividad literaria queda confirmada en este cambio de piel sin que ni el escritor ni los lectores perdamos la paz. Al contrario, nos hace muy felices esta doble genética que nos engorda el gusto y la fe. Y las ganas de más.

PORTADA LIBRO
PORTADA LIBRO

En "La pistola de mi padre" hay un itinerario lenguaraz y varios afluentes que componen un universo íntimo, familiar y con una audacia sorprendente. Lo de la osadía es un riesgo que no se despeña porque si alguien conoce a Rafael Soler es Rafael Soler. En este paisaje humano a veces creemos que estamos nosotros en el largo recorrido de entonces. Es lo que tiene la seducción narrativa de esta novela, con repentinas balas emboscadas en alguna lírica. O alguna encantadora barrabasada, prueba de que el escritor está disfrutando mientras escribe.

Si te dejas atrapar, te quedas inevitablemente dentro, tan enamorado de cada historia hija del tempero que siempre acompaña al autor.

Cada vez que leo a Rafael Soler creo más en su optimismo, en la consolidación de un oficio, en su habilidad para describir emociones y gente, en su sensibilidad para acudir a la mitología literaria sin profanaciones, como si esto en él fuera una costumbre o una consecuencia de estar en la literatura.

Te echas un trago con los primeros capítulos de "La pistola de mi padre "y enseguida te conocen. Porque no ves el comienzo, parece que los personajes ya vienen de viaje y te van a ir dejando rotaciones y equilibrios para que sientas más interés en cada página hasta el final. Y esta es otra cuestión que él domina muy bien: saber terminar una novela, algo tan difícil que escritores de safo y postín jamás consiguieron.

La primera vez que Rafael Soler y yo hablamos de "La pistola de mi padre " íbamos de viaje a la calle donde conviven dos ciudades sin necesidad de firmar la paz de Nicias. Fue un día feliz. Íbamos al encuentro de los otros tres compinches. Hacía frío pero al que le tocaba hacer de jefe, estaba en la puerta de la guarida en chaleco y mangas de camisa como un mozo canadiense.

Para entonces ya tenía yo en casa "La pistola de mi padre", esperando los asombros. Una novela que tiene un comienzo delator y jamaicano, pero enseguida se remansa en una llanura narrativa, como si el placer de leer te pida al oído que dejes a un lado las prisas y goces. Y luego se repucha dulcemente, como queriendo espantar los atisbos burocráticos. Ay esa olivetti compañera que luego se metió a monja al llegar otras ciencias, ay ese "Carlitos" antes, mucho antes de su sueño francés. Qué quieren ustedes que les diga, el autor de esta novela no tiene envidia de sus relatos cortos, la magia de su prosa poética, la amordazada algarabía de su regocijo al escribir vaivenes y escorzos, como si en un solo libro conviviesen varios libros, o la involuntaria exhibición de varias maneras de escribir.

El dominio del lenguaje y su cabeza libre de parsimonias hacen de Rafael Soler un novelista al que don Miguel, tan dado a las exigencias y a las contradicciones, nunca perdería de vista. Hagan ustedes lo mismo, me lo agradecerán.

En el viaje hasta los compinches le comenté a Rafael Soler que el título de su novela coincidía con el último verso de un poema mío que tampoco he leído. Se alegró. No le dije que ese verso hoy también duerme bajo las aguas.