No siempre el cielo nocturno trae respuestas. A veces, como ahora, lanza nuevas preguntas a través de fragmentos de tiempo detenidos. Uno de esos fragmentos, congelado desde el origen del cosmos, ha entrado en nuestro sistema solar a más de 214.000 km/h. Su nombre provisional es 3I/ATLAS. Su origen: desconocido. Su mensaje: aún por descifrar.
El descubrimiento se ha producido desde los Andes chilenos, donde el telescopio ATLAS, financiado por la NASA, detectó este objeto con una órbita hiperbólica —una trayectoria imposible para un cuerpo nacido bajo el influjo del Sol. A diferencia de los asteroides habituales, este no pertenece a nuestra casa. Viene de fuera. De muy lejos.
El tercer visitante interestelar jamás detectado
Con 3I/ATLAS, ya son tres los objetos interestelares que cruzan nuestro sistema solar. Le precedieron ʻOumuamua (2017) —ese misterioso cuerpo alargado que desconcertó a la comunidad científica— y el cometa Borisov (2019), con un núcleo cargado de hielos y compuestos orgánicos. Pero este nuevo viajero puede ser aún más antiguo: los primeros análisis sugieren que se formó hace más de 7.000 millones de años, en un sistema estelar desconocido, incluso anterior al nuestro.
Su tamaño, estimado entre 10 y 20 km, lo convierte en el mayor de los tres. Su velocidad, en torno a 60 km/s, lo reafirma como un visitante de paso, que jamás volverá.
Sin peligro, pero con enorme valor científico
3I/ATLAS no representa amenaza alguna para la Tierra. Se acercará a unos 240 millones de kilómetros, una distancia segura, incluso mayor que la que nos separa del Sol. Pero lo importante no es su impacto físico, sino su potencial científico. Este cometa interestelar podría contener materiales vírgenes, inalterados desde su nacimiento en otra parte de la galaxia, lo que lo convierte en un laboratorio natural de los orígenes del universo.
Los astrónomos ya lo observan desde Chile, Hawái y otros observatorios. Esperan que, en su acercamiento al perihelio este octubre, el calor del Sol despierte su núcleo y libere una cola visible, que podría dar espectáculo a los cielos del hemisferio sur.
¿Y si trae pistas sobre la vida en otros mundos?
La pregunta que late, sin hacerse demasiado explícita, es inevitable: ¿y si 3I/ATLAS contiene indicios de una química orgánica distinta a la nuestra? ¿Y si nos habla de sistemas solares donde la vida también pudo brotar?
No se trata de ciencia ficción. Borisov ya reveló hielos complejos. ʻOumuamua dejó a los astrofísicos perplejos por su forma, su aceleración sin cola y sus propiedades inusuales. Ahora, 3I/ATLAS podría completar una trilogía de interrogantes cósmicos.
Este cometa no solo nos visita. Nos confronta. Nos recuerda que no somos el centro, que todo lo que creemos conocer podría no ser más que un fragmento ínfimo de una sinfonía galáctica más amplia.
Un legado que trasciende a esta generación
En los próximos meses, 3I/ATLAS cruzará nuestro cielo como un susurro de la antigüedad. Probablemente no lo veamos a simple vista. Quizá ni siquiera sepamos su composición exacta. Pero su paso dejará una huella: un registro científico, un símbolo filosófico y una invitación a mirar hacia fuera con humildad.
En una era donde lo inmediato lo invade todo, este cometa nos conecta con lo profundo, con lo ancestral, con lo que escapa a nuestro control. Tal vez no volvamos a ver otro igual en siglos. Tal vez ni lo comprendamos del todo. Pero mientras pasa, silencioso y ajeno, miles de telescopios —y millones de miradas— lo seguirán como quien busca algo más que respuestas.