La Receta

El vino como medicamento: los clásicos nunca lo dudaron

Desde los albores de la civilización, el vino ha acompañado a la humanidad no solo como alimento y placer, sino también como remedio. Su asociación con la salud no es un invento reciente ni una extravagancia enológica: se encuentra en la tradición médica, literaria y cultural de Oriente y Occidente. Frente a las voces actuales que, desde un rigorismo extremo, pretenden condenar cualquier consumo, conviene recordar que el vino, en su justa medida, fue considerado durante siglos un aliado de la vida.

Los médicos de la Antigüedad lo integraron en su saber. Hipócrates lo prescribía como alimento y como medicamento, distinguiendo entre vinos secos, astringentes, dulces o diuréticos, cada uno indicado para una dolencia concreta. Galeno, por su parte, lo comparaba con la carne en valor nutritivo, aunque advertía —como harán todos los buenos médicos— que lo que cura en pequeña dosis puede dañar en exceso. Dioscórides, al clasificar los vinos por color, sabor y consistencia, subrayó su diversidad terapéutica. Platón, en El banquete, recuerda la costumbre de diluirlo en agua y beberlo en sorbos moderados mientras los filósofos conversaban: el vino como acompañante de la palabra, no como sustituto de ella.

La Edad Media heredó y prolongó este aprecio medicinal. Los monasterios benedictinos y cartujos elaboraron vinos y licores terapéuticos, algunos de los cuales han llegado hasta nosotros como reliquias de una farmacopea monástica. Arnau de Vilanova escribió su De vinis, que muchos consideran el primer tratado de enología, defendiendo que el vino, siempre tomado en pequeñas cantidades y de buena calidad, es “medicina universal y el mejor de los alimentos”. La escuela de Salerno lo resumió con una sentencia clara: “el vino malo es veneno; poco vino y bueno es excelente medicamento”.

No solo los médicos: también los poetas lo ensalzaron. El iraquí Omar Jayyam (1048-1131), en sus célebres poemas Rubaiyyat, hizo del vino símbolo de gozo vital frente a la fugacidad de la existencia. En sus versos, la copa se convierte en desafío al fanatismo y al miedo al mañana: vivir el instante, amar y beber sin preocuparse por lo que pueda venir. Abu Nuwas, poeta árabe del siglo IX, fue aún más explícito al cantar los placeres del vino, el amor y la música. 

Hoy, sin embargo, la mirada sobre el vino se ha vuelto sospechosa. Una parte de la medicina actual tiende a reducir cualquier consumo, llegando a la prohibición. Sin embargo, la historia enseña otra cosa: lo que importa no es la demonización del vino, sino la templanza en su uso. Aquí entra en juego una noción que nuestra tradición mediterránea conoció bien y que hoy parece olvidada: saber alternar.

Saber alternar no significa privarse, sino elegir el momento oportuno. Es el arte de participar en la vida social con medida y respeto, de compartir sin abusar, de beber con dignidad. En nuestras sociedades mediterráneas, una copa de vino acompañaba a la conversación y a la comida, no al exceso ni a la evasión. Esa sabiduría, transmitida en el hogar y en la mesa, era tanto una norma de convivencia como una forma de cuidado de la salud.

Frente a fenómenos como el binge drinking de los anglosajones, que reduce el beber a un atracón descontrolado, el saber alternar es casi un acto contracultural. Significa rescatar la templanza como virtud cardinal, recordando que la libertad no es licencia para el exceso, sino capacidad de dominio de uno mismo. Educar en esa moderación no es represión, sino prevención. Un niño que ve a sus padres beber vino con naturalidad y prudencia aprende más sobre salud pública que con cualquier campaña de publicidad.

En definitiva, los clásicos no dudaron: el vino es alimento y es medicina. Como toda medicina, exige dosis y prudencia. Ni demonio ni panacea, el vino sigue siendo lo que fue siempre: un don de la tierra y del hombre, capaz de alegrar y acompañar la palabra. Si la medicina antigua lo prescribía, si la literatura lo celebraba, si la tradición lo integró en la vida social, ¿por qué habríamos de condenarlo hoy? Recuperemos, con inteligencia y mesura, la vieja sabiduría: saber alternar, y así disfrutar de la copa sin miedo y sin exceso.