El niño escucha decir a Tuco Benedicto Pacífico Juan María Ramírez en El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966) un «eres un hijo de mil paaaaadreeeeeeeeeesssss»; pero no: el niño es hijo de muchas madres. Madres en blanco y negro. Madres en color. Madres refugios: madres para animar, para consolar, para curar, para saber olvidar, madres para soñar... para ser. Madres a tiempo parcial: de 16:30 a 20:00. Madres de ficción, que lo hacen empezar a conocerse a sí mismo. Y al pequeño Sócrates, en aquel cine de pueblo, le gusta entonces navegar cada sábado de verano por un mar de sillas. Decenas de balsas de anea con invisibles náufragos de 16:30 a 20:00. El niño ahora es menos niño. Y aprende a interpretar los primeros mapas de la vida con la ayuda de Jim Hawkins (La isla del tesoro, 1934). Ese niño que ya es un naciente joven imita a un Antoine Doinel como ladrón de fotos de sueños (Los 400 golpes, 1959). A escondidas estudia lecciones para besar, gracias al sargento Milton Warden (De aquí a la eternidad, 1953). Y cuando se siente decepcionado, porque no pocas veces le convierten en cenizas de rechazo, pide a Will Kane que lo enseñe a encarar las dificultades (Solo ante el peligro, 1952). El joven al que descubrimos cada día en un ser edificándose se oculta a veces con Claude Lelouch en las salas cinematográficas para alcanzar la ilusión que únicamente los huidos conocen. «¿Y cómo íbamos a escaparnos de casa si no podíamos ir al cine?», se lee en La forja de un ladrón (Francisco Umbral, 1997). Y empieza a envidiar a otros que alcanzan cielos humanos. «En Hollywood pasé la mitad del tiempo tumbado sobre la arena mirando las estrellas, y la otra mitad, tumbado sobre las estrellas mirando la arena», llegó a decir Enrique Jardiel Poncela. Y una tarde el nuevo adulto se considera un firme heredero de visiones de celuloide, como las que le ofrece una abuela de ficción, quien en un Madrid de 11 de diciembre de 1938, con sus dolores, sus hambres, sus llantos, sus muertos… y sus 40 céntimos, se compró la revista Crónica para también admirar el arte de Margarita Xirgu en su estreno bonaerense de Angélica, de Leo Ferrero; para estar al tanto de la adaptación a la pantalla de Nuestra Natacha, de Alejandro Casona; para enterarse de las grandezas de Charlie Chaplin. Y, sobre todo, para decidir qué cinta ver a partir de ese lunes 12: Dora Nelson, en el Barceló; El congreso se divierte, en el Madrid-París; El fin del tirano, en el Palacio de la Música; La madrecita, en el Bilbao; Los claveles, en el Proyecciones; Luces de Buenos Aires, en el Rialto; Peter, en el Capitol; Siete pecadores, en el Avenida; Sueños de juventud, en el Durruti; Un marido ideal, en el Salamanca; Una chica de provincias, en el Palacio de la Prensa. Y ese consolidado adulto sigue aún deseando un feliz desenlace. Y no hallándolo, busca con José Luis Garci y su Beber de cine (1997), pero sin pretender llegar a la altura de prodigiosos bebedores y, por tanto, sin querer entrar en Una breve historia de la borrachera (Mark Forsyth, 2018) ni en Excelentísimos borrachos: Un diccionario ilustrado etílico cultural de alcoholes y alcohólicos selectos y notables (Carlos Janín, 2023). Durante un tiempo el recién jubilado sí está a punto de identificarse como personaje en la novela Bajo el volcán (Malcolm Lowry, 1947), casi se ve como secundario en el filme Días de vino y rosas (Blake Edwards, 1962).
- ¿Por qué bebes? -pregunta Francis Scott Fitzgerald («Primero de mayo (S. O. S.)», 1920).
- Porque me siento totalmente infeliz.
- ¿Y piensas que bebiendo van a ir mejor las cosas?
- Los hombres se emborrachan de vez en cuando. Es la humana naturaleza -responde Humphrey Bogart a través de John Houston (La Reina de África, 1951).
En esta noche el hoy muy viejito ha decidido dejar algunas lecturas: «El curioso caso de Benjamin Button» (Francis Scott Fitzgerald, 1922), «O neno suicida» (Rafael Dieste, 1926) y «Viaje a la semilla» (Alejo Carpentier, 1958). Ahora disfruta de American Beauty (Sam Mendes, 1999) en el vídeo de casa. Tras dos horas de trama, sabe que están llegando sus últimos instantes. «Supongo que podría estar bastante cabreado con lo que me pasó, pero cuesta seguir enfadado cuando hay tanta belleza en el mundo. A veces, siento como si la contemplase toda a la vez, y me abruma. Mi corazón se hincha como un globo que está a punto de estallar… Pero recuerdo que debo relajarme y no aferrarme demasiado a ella, y entonces fluye a través de mí como la lluvia y no siento otra cosa que gratitud por cada instante de mi estúpida e insignificante vida. No tienen ni idea de lo que les hablo, seguro; pero no se preocupen. Algún día la tendrán». Es el final. El enfermo decide beber. Un café. Solo. Con hielo.