La Receta

El silencio de los aromas

Las farmacias huelen bien, pero ya no huelen a farmacia. Es un matiz, un detalle casi imperceptible, y sin embargo decisivo. Antes bastaba cruzar el umbral de una botica para que un aroma vernáculo, mezcla de yuyos, alcoholes, esencias y papel de receta, se impusiera como signo de identidad. Era el olor de la curación y de la confianza, del alivio próximo. Hoy ese perfume ha sido sustituido por el aire neutro del climatizador, por el ozono de la limpieza industrial o, peor aún, por un aroma diseñado —“personalizado”— que nada tiene que ver con el alma del oficio. Las farmacias huelen a marketing, a experiencia de cliente, a bits. Y los bits, por más eficaces que sean, no huelen.

Algo se ha perdido. Y con ello, una parte del imaginario literario. Durante siglos, la literatura encontró en el olor de las farmacias un refugio de humanidad. César González Ruano evocaba en Mi medio siglo se confiesa a medias aquel “olor vernáculo a enfermo que va a ponerse bueno”, definición exacta y poética de la esperanza vertida en frascos de vidrio. Pablo Neruda, en su Oda a la farmacia, habló de “olor a bosque y a conocimiento”, y con razón: en las estanterías convivían la madera y la ciencia, la savia vegetal y el polvo de laboratorio, el misterio de lo natural y la racionalidad de la fórmula.

Era un olor mestizo, a la vez antiguo y civilizado, mitad herbolario y mitad templo. También lo recuerda Miguel Sánchez-Ostiz: “No tienes ni idea de lo bien que puede oler una farmacia”. Y Onetti, con su habitual melancolía, imaginó en Juntacadáveres el “olor bucólico de los fardos de yuyos” ascendiendo desde el sótano, como si la curación proviniera de la tierra misma. Aquel olor era, en definitiva, la respiración de un mundo sensorial, físico, tangible. Un mundo donde la salud se preparaba a mano y se transmitía con la palabra y el oficio.

Hoy, en cambio, la farmacia moderna —impecable, luminosa, informatizada— se ha vuelto aséptica hasta en la memoria. El olor ya no pertenece al aire sino al recuerdo. Las fórmulas magistrales, los morteros y los albarelos con nombres latinos han cedido su sitio a cajas alineadas con precisión digital. Los frascos de vidrio se han vuelto iconos museísticos, y las recetas —antes papel y caligrafía— son ya secuencias invisibles de datos. El farmacéutico apenas toca los productos: a veces lo hace un robot; escanea códigos, verifica pantallas, entrega resultados. La cercanía se administra en píxeles.

Y, sin embargo, no es solo una pérdida estética: es también una pérdida de humanidad. En ese tránsito hacia lo digital, el trato se ha enfriado como el aire filtrado por los purificadores. El paciente se ha vuelto “usuario”; la botica, “punto de dispensación comunitario”; la conversación, “interacción”. En la era de la salud conectada, todo fluye sin olor y sin pausa. Nadie tiene tiempo de percibir el aire que respira.

No conviene olvidar que en esos aromas residía también una forma de relación humana. El farmacéutico de antaño conocía a sus clientes, preparaba para ellos remedios únicos, los escuchaba. Cada jarabe, cada pomada, llevaba algo de conversación, de confianza, de vida compartida. El olor de la farmacia era también el olor del prójimo. Hoy, cuando todo se tramita a través de pantallas, quizá lo que se disuelve no sea solo el perfume, sino el contacto.

El progreso, sin duda, nos ha dado mucho: medicamentos más seguros, diagnósticos más rápidos, una salud prolongada y, en muchos casos, más justa. Pero en ese proceso hemos perdido las esencias —en el sentido más literal y más profundo del término—. Ya no olemos las cosas: las miramos a través del cristal o las recibimos por correo. El wifi no huele, los algoritmos no huelen. Y, sin embargo, algo en nosotros sigue necesitando el olor del mundo para creer en él.

Ojalá el futuro, tan limpio y tan exacto, conserve al menos la memoria de aquellos aromas que daban sentido a la salud. Quizá lo que perdemos en olor lo ganemos en salud y seguridad. Y si aprendemos a conservar la memoria de aquellos aromas, acaso logremos unir el progreso con el alma del oficio.