Alcazaba

Un secreto en Manhattan

El viejo Nueva York guarda en sus calles algunos sápidos secretos, los mismos que es posible descubrir si te echas a andar sin rumbo, o si, a la manera de Tennessee Williams tomas un tren, que no un tranvía, y le pones el nombre del deseo para que te deje en cualquier parte.   

Una de las mejores cosas que puede ocurrirle a mortal alguno es estar de mañanita en la isla de Manhattan, deslizándose en unos buenos tenis para echarse a caminar sin rumbo entre esas calles tantas veces vistas en el cine, tantas veces citadas por la literatura.

Al momento del cansancio, dicha plena es entrar en los trenes, “uptown” y “downtown” (pueblo arriba y pueblo abajo), para bajarse, en el transcurso del día, en una estación cualquiera, la que seguramente va a deparar una nueva sorpresa. Avenidas llenas de turbantes, sombreros negros y guedejas, aceras repletas de asiáticos, barrios del tamaño de Arguelles donde se habla español con acento colombiano. 

En ese trasegar neoyorquino, topé un día con “Katz”, un lugar que es hoy sitio turístico, museo, símbolo del viejo Nueva York. “Katz”, en el 205 E de Orchard Street, Lower East Side (“Loisaida” para los hispanos), acaba de cumplir 136 años. Este lugar, enorme para el concepto que tenemos en Latinoamérica o Europa de un restaurante o fuente de soda, cultiva desde el siglo XIX algo de lo mejor de la gastronomía neoyorquina.

Cuando la “Manhanatta” de Walt Whitman cantaba a la era industrial que alzaba sus torres en aquella isla a la que todos querían llegar, ya Katz despachaba enormes emparedados de roastbeef envueltos en papel encerado para esos miles de obreros que se bamboleaban en las vigas de Houston Street y Broadway.

Lo de este delicatesen es el “pastrami”, el roastbeef, el salami, los pepinillos en vinagre, la nostalgia de una ciudad que cambia vertiginosamente. Willy Kats se unió a la primera razón social de este sitio, “Iceland Brothers”, a inicios del siglo XX, y fue inicialmente un sitio kosher. Cuando sus tres hijos fueron a la guerra, popularizó el lema “Send a salami to your boy in the army…”(Envía un salami a tu hijo en el ejército).

Cuando se ingresa en Katz uno tiene la sensación de entrar en un filme en blanco y negro; donde los meseros se atarean entre centenares de mesas, con mandiles amarrados a la cintura, bajo balanzas, las mismas de antaño. Un aviso se bambolea en el techo y señala con una flecha la silla donde se sentó Meg Ryan, la actriz que fingió un orgasmo ahí, en la película “When Harry Met Sally”.

La silla de Meg siempre está ocupada; muchos quieren sentarse ahí para la foto. Katz fue también pionero en Nueva York de esa costumbre de exhibir en vitrina a las celebridades que pasan por el sitio; algo que no siempre resulta simpático para algunos personajes. Bill Clinton reclamó a un restaurante de Manhattan, porque puso en su marquesina la foto de su hija Chelsea. 

Pero, en Katz, se destiñen las imágenes en las que Sylvester Stallone ingresa en la cocina para saludar a los autores de esos maravillosos pastramis; ahí también, los protagonistas del “six pack”, Sammy Davis, Dean Martin, y viejas glorias del béisbol como Babe Ruth, Joe Di Maggio, actrices de viejo y nuevo cuño.

Parte del encanto de Katz es su negativa a cambiar; se mantiene como una fuente de soda del siglo pasado, con las mismas luces características en la entrada y la barra propia de aquellos tiempos, con sus sillas altas, en madera deslustrada por el uso, y sus viejos relojes que marcan la hora en Madrid, en Tokio, en París, en Ámsterdam.

La clientela universitaria similar a la que aparece en “Zabriskie Point” o “American Graffiti”, ha desaparecido, para dar paso a los turistas que visitan también el vecino “Knishes”, donde se expenden los pasteles hebreos más emblemáticos de Nueva York. Uno imagina lo que fue aquello en los 60, con los coches convertibles detenidos alrededor de toda la cuadra, derretidos en el neón y la música de rock and Roll. 
Katz, bien vale una misa.