Cuando fuimos peces

La sinfonía de los relámpagos

Mi buen amigo Elías, ese jovenazo de 97 años que sigue caminando por la vida con la ligereza de quien no tiene prisa por llegar a ninguna parte, me ha hecho un regalo de Navidad tan insólito como magnífico. Pero antes de contarlo, déjenme retroceder un par de días, cuando tuve el privilegio de acompañarlo —en calidad de “amigo del gran jefe”— a la comida de empresa.

Sus dos hijos, Juan y Ramiro, jefes ya en la reserva pero todavía con mando en plaza, ejercieron de maestros de ceremonias y, sobre todo, de espadachines gastronómicos. Nos prepararon un arroz de marisco que no se lo saltaba ni el “enfant del esquilateur”. ¡Qué arroz, señoras y señores! Y qué todo lo demás, porque en Mindual no se andan con pequeñeces.

Tras el festín llegó el reparto de aguinaldos, mediante sorteo nominal. Había de todo: jamones —uno de jabugo, pata negra, otros ibéricos, serranos—, máquinas de café expreso, botellas de licores de alta graduación, un vehículo todoterreno teledirigido del tamaño de un niño de comunión… en fin, un catálogo digno de los Reyes Magos en año de superávit.

Y aquí vino el belebele. El sorteo no seguía ningún orden lógico: Ramiro metía la mano en el cuarto de los premios y sacaba lo primero que encontraba; Juan alargaba una caja a la mano inocente más cercana, que extraía el nombre del afortunado. Aplausos, parabienes, vítores… hasta que llegó el momento cumbre.

Ramiro anunció:
—¡Jamón de jabugo, pata negra!

Juan leyó el nombre:
—El afortunado es… Hasan Al-Qataluni.

O al menos eso entendí yo, porque pertenecía al grupo de trabajadores de la delegación de Barcelona. El estruendo de risas fue tan grande que, por un instante, aquello pareció más una “rompida de la hora” de Calanda, en Semana Santa, que un acto navideño.

El agraciado, Hasan —cuyo nombre procede del verbo árabe ḥasuna, “ser bello, ser bueno”—, se quedó un momento madhhūl (atónito, pasmado, desconcertado). Salió con una media sonrisa a recoger su jamón, pero al verlo tan muḥtār (confundido, perplejo), un compañero, cristiano viejo y de buen corazón, tuvo el gesto caritativo de cambiárselo por un paquete de magdalenas. O madalenas, que nunca sé cómo se escribe. A Hasan le dio igual: la cara de alegría que puso iluminó la sala. En medio del Belén de Mindual apareció, invisible pero evidente, el mensaje: huwa saʿīd — él está feliz.

Y ahora sí, vuelvo al regalo de Elías. Hoy ha completado la sorpresa enviándome por WhatsApp un vídeo musical de Zaho de Sagazan: La symphonie des éclairs. Un auténtico descubrimiento para mí.

La canción ofrece una resolución poética: la tormenta, cansada de envidiar al sol, descubre que también puede crear melodías capaces de tocar el corazón. Decide hacer bailar a la gente al ritmo de sus lágrimas y cantos, transformando su dolor en algo hermoso. Una metáfora luminosa de la resiliencia: incluso en nuestras propias tormentas internas puede brotar una música que nos conecte, nos alivie y, quién sabe, quizá hasta nos salve.