Hubo un reino de fantasía donde todo era mentira. El emperador de aquel reino logró con sus embustes modelar un país de idiotas que todo se creían. A fuerza de repetir falsedades, nadie dudaba de la verdad del emperador impostor. Para él, ególatra y vanidoso, el pueblo era un gallinero que él alimentaba con pienso de buenismo, de tal modo que los ciudadanos del reino, engañados, se mostraban condescendientes con su emperador.
Nada hacía palidecer al emperador, ninguna de sus manipulaciones hacía temblar la arquitectura de su gigantesca petulancia. Sus súbditos le aplaudían, les parecía el mejor gobernante posible: apuesto, sosegado y leal con el pueblo llano. Casi nadie sospechaba que era en realidad un individuo artero que vivía a costa de su ingenuidad. Y los pocos que osaban elevar una crítica, eran lapidados en la plaza pública por desacato, el emperador falsario no consentía que un ser inferior pudiera desvelar su cara oculta; no podía arriesgarse a ver cómo su castillo se desmoronaba por un descuido. La disidencia era oprimida por sus prefectos, que eran muchos y bien aleccionados en la doctrina oficial. Desinformaban a los ciudadanos cada día, esparcían bulos para tapar su ineptitud, profanaban todas las instituciones del reino colocando a sus adeptos, aquellos que extendían el dictamen de su amo en los intersticios del Estado.
Las mentiras cabalgaban como los caballos de Atila, devastando todo a su paso. El emperador, enardecido en su atalaya de privilegio, trataba al pueblo como quien trata con lacayos ignorantes, como quien da piruletas a los niños mientras ordena que no vayan a la escuela. Que nadie conozca mis verdaderas intenciones, pensaba el ladino emperador. El desconocimiento, la confusión y la discordia, eran las semillas que mejor germinaban en su reino.
Sus vicarios medraban dondequiera que el emperador tuviera intereses políticos. Invadían los espacios públicos con la función expresa de cercenar la verdad, tergiversar los hechos, construir un relato paralelo a la autenticidad, a lo que es cierto, porque el emperador embustero se aupaba sobre sus cabezas a fuerza de consignas, de propaganda, de mensajes bastardos que todos compraban, ajenos a la fatalidad. ¿Por qué el pueblo transigía? ¿Por qué no frenaban la conducta caudillista de su emperador? Porque pensaban que sin él todo les iría peor. Las mentiras habían logrado despersonalizar al pueblo, ya no eran individuos pensantes, solo una masa amorfa que sigue la antorcha que maneja un ciego.
Aquel reino de los bulos no era un cuento inventado. Existió en la realidad, esa realidad obsolescente que las mentiras envuelven en velos de acero. Pero ya no recuerdo quién era ese emperador; sé que era apuesto, sosegado y fiel… a sí mismo. Sé que gobernó desde la tiranía de la mentira, que ejerció la malevolencia del que se cree impune. Aunque al final, ahora sí lo recuerdo, cayó desde lo alto de su atalaya, porque hubo un día en que el pueblo despertó y destruyó el castillo, destruyó el relato de la historia ingeniada por un narciso, ese que consagró su destino a corromper la moral de sus iguales, por el impúdico deseo de reinar para siempre.