La Receta

Ratas y erratas: manual de supervivencia entre tropiezos

No hay texto sin erratas ni laboratorio sin ratas. Así lo sabía Raúl Guerra, (1940 – 2022) farmacéutico novelista y ensayista español, considerado una de las voces más singulares de la narrativa contemporánea en nuestro país, porque su obra literaria combina la precisión del científico con la imaginación del narrador, siempre atento a las tensiones de la vida social y al peso de la historia reciente.  Raúl descubrió que la ciencia y las letras comparten un destino común: tropezar. Tropezar en un tipo mal colocado por Gutenberg o en una rata que se niega a seguir el guion del psicólogo Skinner. El error —o la errata— es el primer paso de la creatividad, tanto en un poema como en un ensayo clínico.

Las erratas, esas traviesas mariposas de la imprenta, han sido capaces de mejorar la poesía. El verso de Bergamín, “Tú eres la primera que se marcha”, se transformó en “Tú eres la primavera que se marcha”, y de pronto el desconsuelo adquirió vuelo lírico. Una letra mal situada convertía la despedida en estación, la ausencia en ciclo. Casi podríamos concluir que las erratas, como ciertas mutaciones, de vez en cuando dan con la clave evolutiva.

Pero no siempre. En un manual de Pediatría, leer “0,3 mg/kg” en lugar de “0,03 mg/kg” puede llevarnos, como advertía Mark Twain, a morir por culpa de una errata. He aquí la delgada línea que separa lo cómico de lo letal, el juego de letras de la tragedia clínica. Una “u” por una “i” puede hacernos reír (“lucha” por “ducha”), pero un decimal descolocado convierte el humor en epitafio.

En el laboratorio, las ratas, con sus bigotes desconfiados, representan el otro lado del espejo. Las jaulas de “Tiempo de silencio”, de Luis Martín Santos, o las ratas fritas con vinagre de Delibes, recuerdan que no hablamos solo de animalillos blancos de Illinois, sino de la precariedad de un país que todavía se alimentaba de lo que había. La rata es símbolo de supervivencia, pero también metáfora de laboratorio: obedece a palancas, aprende a asociar luces y recompensas, nos devuelve con su conducta una caricatura de nosotros mismos.

Así, ratas y erratas se entrelazan en la vida como dos hermanas traviesas. Una nos pone a prueba en la página, otra en la jaula. Y ambas, al final, nos enseñan lo mismo: que el error no solo es inevitable, sino fecundo. Porque si en el laboratorio del Muecas, en la novela de Martín Santos, los ratones sobrevivían gracias al calor humano de unos pechos humildes, no era sino la prueba de que la ciencia necesita del azar y la vida de un poco de error.

¿No es acaso lo mismo que sucede en nuestra existencia? Erramos en un texto, erramos en una elección amorosa, erramos en la dosis de entusiasmo que damos a un proyecto. Tropezamos en las mismas piedras y, aún así, avanzamos. El error es pedagógico, igual que la rata de Skinner que aprende a apretar la palanca tras un centenar de intentos fallidos. El éxito, si llega, no es más que una errata corregida o una rata que al fin coopera.

Raúl Guerra lo intuyó con ironía: erratas y ratas forman parte del herbario de Gutenberg y del herbario vital. Una se cuela entre las letras, otra entre las rendijas de la realidad. Las dos nos obligan a estar atentos, a reírnos cuando la confusión es benigna, a rectificar cuando es peligrosa.

Por eso, más que maldecirlas, conviene brindar por ellas. Las erratas que nos hacen reír en los periódicos, - aquellas de la famosa “cárcel de papel” de La Codorniz -, las ratas que sobreviven a todos los venenos, y los tropiezos que nos impiden creer que el mundo es una máquina perfecta. En el fondo, son recordatorios de humanidad.

Porque sin erratas no habría poesía, sin ratas no habría ciencia, y sin tropiezos no habría vida.