A casi nadie le gustaba la mili. O resultaba demasiado dura o suponía una pérdida de tiempo, cuando no las dos cosas a la vez, aunque allí había chicos muy humildes que aprendían a leer y escribir, y las operaciones aritméticas básicas. A eso lo llamaban “Extensión Cultural”, un eufemismo, pues poco había que extender. Hablo con conocimiento de causa porque durante el tiempo que me tocó cumplir este servicio a la patria hube de ocuparme, personalmente, como alférez de complemento que fui en un regimiento de infantería, de que esas clases se dieran con la regularidad establecida. También tuve mucho que ver con la vuelta a casa, con su familia, de un soldado esquizofrénico, tras observar su comportamiento extraño y solicitar una revisión médica. Sobraban algunos más, por supuesto, en aquella maquinaria pensada para la guerra, como los que desfilaban a piñón fijo, que a la hora de la verdad más que ayudar entorpecerían la coordinación de los esfuerzos colectivos.
“Aquí la más principal hazaña es obedecer, y el modo como ha de ser es ni pedir ni rehusar”, rezaba un cartel con estos versos de Calderón de la Barca en lo alto de la entrada al pabellón donde se alojaba mi Compañía. Y para mí que a los muchachos, ya entonces -qué diríamos ahora, en que nada más nacer te nombran rey de la casa-, les costaba más obedecer que el esfuerzo físico, lo que debía de saber bien Calderón, pues si no habría escrito que la más principal hazaña era cargar durante tantos kilómetros con todo el equipo a cincuenta grados bajo el sol, por ejemplo. Pero puso “obedecer”, seguramente teniendo en cuenta el carácter indómito del español, del que los historiadores podrían hablar largo y tendido.
Gracias a la mili, se hacían amigos para siempre. Era una etapa que funcionaba como esas ceremonias de iniciación de otras culturas en que para ingresar en la edad adulta había que sobrevivir en la selva o cazar un elefante. Actualmente tenemos el botellón, ya lo sé, pero antes bastaba con que le vistieran a uno de romano durante unos meses. Claro que en la época de los romanos la mili duraba una media de veinte años, la mitad de la esperanza de vida, que no superaba los cuarenta. Si vis pacem para bellum, que decían ellos. Luego vino la opción de la objeción de conciencia y todo el mundo se empezó a declarar objetor porque ¿dónde va en España la gente?, pues donde va Vicente.
Poco después, sin cámaras de descompresión intermedias, el servicio militar obligatorio desapareció, el Ejército se redujo hasta límites profesionales, y los posibles enemigos a batir supongo que también. En el futuro, según el arte de hacer desaparecer el sol con un dedo, serán los robots quienes nos defiendan. Ayer vi a uno llevando platos en un restaurante. ¿Acaso no podría ese granuja empuñar un arma? Bueno, o una navaja suiza.