Hace poco se casó mi hija y como regalo de boda les quise obsequiar lo que yo entendía como imprescindible en un hogar español: unas buenas ediciones del Quijote, la Biblia y el Cossío. Mi propuesta causó rechifla en la familia, tanto en la política como en la mía propia, no se podían creer que hubiese todavía alguien tan ‘carca’ como yo. Intenté explicar que se trataba de una biblioteca de fondo, para tenerla en la mesilla y consultarla cuando procediera, pero esto causó aún mayor rechazo; definitivamente no comprendían mis intenciones. Mi hija, para no desairarme del todo, acepto al menos lo del Quijote.
No es pequeña la apuesta de elegir una buena edición de esta obra, pero como ‘cervantista aficionado ’ tenía algún criterio. Lo primero que pensé fue introducirles con la magna biografía en siete tomos de Don Luis Astrana Marín, un ‘must’ en mi criterio, pero vista la reacción inicial me incliné por el ‘Cervantes’ del hispanista francés Jean Canavaggio, cuyas disputas con Andrés Trapiello sobre Astrana Marín me habían iluminado en su momento. Ya solo me quedaba decidirme por una edición del propio libro donde había dos candidatos claros. El primero era la de la Real Academia de 1780, de la mano del impresor de cámara de S. M. Don Joaquín Ibarra, con una calidad de papel y tipos nunca superada. El segundo era la de 1742 traducida al inglés por Charles Jarvis e impresa por J. y R. Tonson y R. Dodsley, que fue la primera edición ricamente ilustrada que se publicó. No fue fácil encontrarlas, tuve que recurrir a las más prestigiosas ‘librerías de viejo’ de Madrid, por lo que el presupuesto se disparó pero por una hija no se repara en gastos.
Llegó el día de la boda y todavía no me decidía a desprenderme del ‘Ibarra’ y el ‘Tonson’. No lo hice, les regalé el modesto Canavaggio y prometí dejárselos en herencia. Esperemos que no sea pronto.