El principio y el fin no son meros accidentes del tiempo: son la respiración misma de la vida. Día y noche inscribieron en nuestra carne la conciencia del paso, y el ser humano, inevitablemente social, transformó esa intuición primitiva en medida, orden y rito. Así nacieron los tiempos de siembra y de cosecha, las épocas de caza y de pesca. Todo cuanto existe parece someterse a ciclos: la naturaleza, la historia, el hombre, e incluso el universo que nos contiene.
Nuestro calendario actual no es tan antiguo como solemos creer. No siempre fue como hoy lo habitamos. El calendario gregoriano no surgió como un acto de genialidad aislada, sino como una lenta decantación de siglos, una búsqueda humana por domesticar el tiempo sin lograr nunca poseerlo del todo.
Los babilonios intuyeron el ritmo de los siete días; los egipcios fijaron la duración del año en 365; los romanos, con Julio César, ordenaron el calendario que luego revelaría su imperfección matemática. Fue el papa Gregorio XIII quien, en 1582, corrigió el desajuste. Pero aun así, ningún calendario logró jamás corregir el verdadero desfase: el que existe entre el tiempo que medimos y el tiempo que vivimos. Tras miles de años de ajustes, seguimos despidiendo un año el 31 de diciembre y recibiendo otro el 1.º de enero, como si el mundo pudiera recomenzar por decreto.
La experiencia nos enseña que nada cambia de un día para otro. Lo repiten los filósofos, los sociólogos, los historiadores. El ser no se transforma por el mero paso de una página en el almanaque. Y, sin embargo, tú y yo —aun sabiéndolo— necesitamos ese gesto simbólico de cierre. Porque el hombre no vive solo de verdades, sino también de esperanzas.
Nuestro cuerpo, cansado y erosionado por el 2025, aspira a alcanzar el 2026 aunque sea a rastras. No porque el número obre milagros, sino porque el símbolo sostiene. Un dígito nuevo parece ofrecer refugio a una humanidad que continúa extraviándose entre guerras, desigualdades y clamores silenciados. En un mundo saturado de estímulos, la soledad sigue alzando su bandera detrás del entretenimiento permanente.
Necesitamos la ilusión —tan humana como necesaria— de una nueva oportunidad. Un calendario nuevo que no esté gastado por el uso, que huela a comienzo, que contenga la promesa de semillas aún no sembradas.
Sabemos que, pasados dos días, probablemente sigamos recibiendo las mismas noticias, filtradas por algoritmos que deciden qué sentir y qué ignorar. Nada habrá cambiado en apariencia. Pero algo puede cambiar en la mirada.
Si persistimos en la inercia, corremos el riesgo de repetir la escena que vio don Quijote en el Retablo de Maese Pedro: confundir los hilos con la verdad y descargar la furia contra los títeres. Como con Melisendra, podríamos dejarnos llevar por una épica mal comprendida y terminar destruyendo aquello que no comprendemos.
Por eso, en este año de cinco sentidos, deseo utilizarlos con más conciencia que nunca. Permanecer atentos, despiertos, hospitalarios con la verdad que habita en lo cotidiano. No permitir que el ruido nos arrebate el discernimiento ni que la confusión nos conduzca a un mundo donde no quede títere con cabeza.