Se acaba de publicar en español un libro del judeorrumano Mihail Sebastian que reúne dos de sus obras más conocidas: Desde hace dos mil años y Cómo me convertí en un huligán, este último escrito en respuesta al primero. La aparición de Desde hace dos mil años fue un auténtico escándalo literario en la Rumanía de entreguerras, concitando el odio tanto de la derecha como de la izquierda, así como de judíos y arios por igual.
Desde hace dos mil años es una suerte de catálogo de agravios, sufrimientos, padecimientos y sentimientos encontrados del propio autor, que, en su condición de judío, fue víctima de la hostilidad social y política en la Rumanía de los años veinte —cuando sufrió agresiones físicas durante sus años universitarios y también en las calles de Bucarest— y de comienzos de los años treinta, cuando el clima político del país se iba enrareciendo peligrosamente. Ya entonces se intuía que del fervor fascista de la muchachada a las cámaras de gas había un trecho demasiado corto, como el propio autor comprobaría después, de forma dramática, en los terribles años cuarenta.
En un gesto osado, insólito y valiente, Mihail Sebastian, amigo de Mircea Eliade y Emil Cioran, encargó el prólogo de Desde hace dos mil años —publicada en 1934— a Nae Ionescu, un profesor de ideas fascistoides, derechistas y también amigo del autor. El prólogo, que Sebastian decidió publicar íntegramente, resultó ser un destilado de antisemitismo en estado puro, postulando que cristianismo y judaísmo eran irreconciliables y que este conflicto milenario no podía resolverse sino con la desaparición de su causa: el pueblo judío. «¿No sientes cómo se apoderan de ti el frío y las tinieblas?», escribe Ionescu, dirigiéndose directamente al autor.
En Desde hace dos mil años, el protagonista había intentado armonizar los valores judíos y cristianos. El prólogo de su propio libro lo devolvía, sin embargo, a esos dos mil años de ostracismo, rechazo y persecución que no podían conducir a nada bueno. No sabemos si la publicación de ese desafortunado prólogo fue una provocación consciente o un suicidio literario deliberado; la cuestión permanece como un enigma indescifrable en la biografía de un personaje tan controvertido como audaz.
Una vez publicado el libro, el autor quedó condenado al ostracismo literario. Las numerosas críticas y ataques que recibió —recogidos en Cómo me convertí en un huligán, también incluido en esta edición española— no le impidieron, sin embargo, seguir escribiendo. Dejó para la posteridad obras magistrales y de enorme valor histórico, como su célebre Diario. Escrito entre 1935 y 1945, constituye un testimonio sobrecogedor de primera mano de una época convulsa y dolorosa: el ascenso del fascismo y los años de la guerra en Rumanía.
Por su condición de judío, Sebastian padeció de manera particularmente brutal el creciente clima de violencia y terror impuesto por el fascismo, y fue testigo de cómo muchos de sus amigos del mundo intelectual —entre ellos Eliade y Cioran— claudicaban ante la ideología fascista, como lo hizo, en mayor o menor medida, buena parte de la sociedad rumana (y me atrevería a decir que europea). Él, irremediablemente, se convirtió en un maldito.
SU MUERTE, UNA CRUEL IRONÍA DEL DESTINO
A partir de ese momento, y señalado en la diana de los fascistas rumanos desde 1934, Sebastian comenzó a llevar una vida casi clandestina, especialmente a partir de 1940, con la llegada al poder del dictador fascista Ion Antonescu, aliado de la Alemania nazi en su guerra contra la Unión Soviética y en la llamada “solución final” para exterminar a los judíos de Europa. Se le prohibió publicar, ejercer su profesión de abogado y estrenar sus obras teatrales. Ante el clima de violencia y las matanzas generalizadas de judíos en distintas regiones del país, decidió esconderse en un apartamento a las afueras de Bucarest para sobrevivir en un entorno hostil y siniestro, dominado por la delación, la persecución, la violencia y el colaboracionismo, cuando no por el silencio cómplice, de amplios sectores de la sociedad rumana ante el exterminio de miles de judíos.
Así llegamos a 1945, cuando el régimen de Antonescu había caído y el dictador había sido detenido, y Mihail Sebastian se sentía por primera vez libre. Los soviéticos habían ocupado el país en agosto de 1944, y Rumanía había sumado sus tropas a las de los Aliados en un cambio de bando —por no decir de chaqueta— tan tragicómico como inútil, pues finalmente sería tratada como una “potencia enemiga derrotada”.
Cuando Sebastian abandonó las catacumbas en las que había vivido durante cinco años, el balance era terrible y, a la vez, casi milagroso: había sobrevivido a la persecución antisemita y al Holocausto puesto en marcha por el régimen de Antonescu. Comenzaba entonces una nueva etapa de reconocimiento intelectual: fue nombrado profesor en la Universidad de Bucarest y consejero cultural en el Ministerio de Asuntos Exteriores, mientras continuaba escribiendo novelas, artículos y obras teatrales, muchas de las cuales nunca llegarían a estrenarse.
Como cruel ironía de un destino terriblemente injusto, Sebastian murió de forma trágica y accidental: fue atropellado por un camión militar soviético —sus teóricos libertadores— cuando se dirigía a impartir su primera conferencia en la Universidad de Bucarest, apenas unas semanas después del final de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Sus Diarios, por cierto, no se publicaron en Rumanía hasta una fecha tan tardía como 1996, tras diversas gestiones de su familia, que los había ocultado durante décadas en Israel. Su aparición causó una enorme conmoción al revelar el alto grado de colaboración de la sociedad rumana con el fascismo antisemita. Mirarse al espejo y descubrir el monstruo que uno ha sido —aunque lo haya ignorado— nunca resulta agradable.