“El corazón humano está hecho de tal modo que se le cautiva mucho más con engaños que con verdades” escribía Erasmo de Rotterdam en el capítulo 45 de su Elogio de la locura, refiriéndose a los predicadores que se esfuerzan por atraer la atención de sus feligreses porque “dormitan, bostezan y se aburren” durante el sermón. El método del cura desde su púlpito es, señala el sabio humanista, captar la atención con “alguna fabulilla” para desperezar a los fieles; y con la ironía que rezuma su librito añade: “su felicidad cuesta poco, basta una pizca de persuasión”.
Aplicando esta constatación a las técnicas de los oradores seculares, ya sean de índole comercial, política o de pura autocomplacencia, no es difícil comprobar que, a modo de cuentacuentos, éstos se esmeran por mantener a sus oyentes en las convicciones que estiman convenir a sus objetivos. Paulatinamente la fabulación conduce al engaño y el fabulador puede transformarse en embustero crónico. Erasmo en sus análisis era ya a principios del siglo XVI un antropólogo avant la lettre.
Sin pretender autoridad en los intríngulis de la inducción de ideas y conductas, traigo a colación una anécdota. Un padre espiritual de un colegio de Madrid de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, para indicar a los congregantes marianos lo que se esperaba de su conducta, decía que había que marchar siempre per viam vacarum, no desviarse del camino de las vacas. Pues bien, lo que con esta alegoría predicaba no difiere de lo que ciertos orientadores y líderes (pero ¡lejos de ellos manifestarse así!) esperan obtener de la conducta y modo de pensar del público, del consumidor o del elector al que dirigen sus mensajes.
En el fondo no son pocos los que convencidos de tener la misión sagrada de modular la opinión pública y proteger a la gente de extraviarse, aspiran a ser modeladores e incluso cinceladores de mentes, para lo que acaban firmemente por creer que para pastorear al corazón humano más vale usar el engaño que la verdad. Y a este método acaban paulatinamente por adecuarse.
Antiguamente, el ganado vacuno bajaba al menos una vez al año del monte para recibir las dosis de sal necesarias para su buen estado de salud, es decir para su mejor condición para el consumo. La operación era aprovechada como jornada festiva y de confraternización de vecinos, y lo sigue siendo hoy, una vez al año, en algunos pueblos. Por mi parte, recuerdo haber asistido adolescente al espectáculo en la Navas de Riofrío (Segovia) de la “bajada de las vacas”, el descenso desde las laderas de la montaña de la mujer muerta de cientos de vacas que en su carrera hacían temblar el suelo, avecinándose velozmente con sus cornamentas en el aire a la tapia de piedras, tras la cual estábamos parapetados y algo asustados, para frenar en seco ante los montones de sal dispuestos al otro lado de la misma, y dócilmente lamer los blancos cristales salinos.
¿Estamos destinados a frenar en seco nuestra marcha para entrar por la vía que quienes se consideran pastores de corazones humanos nos proponen? ¿Somos proclives a lamer lo que nos ponen delante?