Escuchar al Otro, en la intimidad de su trabajo o bien en la desnudez de su habitación –sin su consentimiento--, sería un acto político y simbólico violento.
Entrar en los espacios privados del ciudadano para oír y grabar sus conversaciones, sería un acto perverso en todos los sentidos.
Irrumpir –imponiéndose más allá de la voluntad irreductible de los sujetos o individuos sociales— en esferas o fueros personales, sería un acto de poder excesivo.
Buscar información privada para hacerla pública en algún momento político o jurídico, pretendiéndose o pre enjuiciándose que el escuchado rompe con el orden establecido o delinque, sería un acto policivo inaceptable, fascistoide.
Conjeturar que escuchar lo secreto o también oculto entre dos o más personas, con el propósito de adelantarse a sus actos y tomar medidas correctivas, sería un acto represor que buscaría la ganancia en el juego social con dados o cartas marcados; un acto delictivo como cuando se invierte en una pirámide del Mal, sin controles ni reglas establecidos.
Decidir escuchar al Otro, a los Otros, muy a su pesar, en su integridad, manoseándolos o manipulándolos como objetos que se tocan y se consumen –por la utilidad o inutilidad de unos fines, como por ejemplo vender a terceros la información obtenida--, sería una vil acción comercial, en la que el ser humano deviene precisamente mercancía. Cosificado, el sujeto social tendría el valor de cambio determinado por un impostor.
Seleccionar y clasificar, para ‘chuzar’ –entre miles y millones de líneas telefónicas o cuentas electrónicas de correo--, más acá de la Constitución y las leyes de la República, sería una acción de total intolerancia. Se entra a saco en una vida, desterritorializándola. El Otro es asaltado, reducido y aún violado simbólicamente; sería una acción político militar, fálica, patriarcal, en la que el sujeto llevaría todas las de perder en su cuerpo y en su mente.
Escuchar desde la sombra para descubrir, ‘pillar’ al Otro, cogerlo en supuesta flagrancia, desnudarlo y despellejarlo ante la opinión pública o bien ante los aparatos de estado o también ante organizaciones por fuera de la ley, por sorpresa, inesperada y brutalmente, sería una acción bárbara –producto de la crisis global de civilización y valores en la que somos agonistas colombianos y colombianas, latinoamericanos y latinoamericanas, etc.--, y podría decirse o afirmarse, terrorista. Allí el individuo pendería de un hilo del poder, entre la espada y la pared, la exclusión y la destrucción.
Porno política sicótica (alguien está a la caza de Verdades en los cuerpos y mentes abiertos a la fuerza, violentados); política enferma para la salud social; política corrompida e, insistamos una vez más, facinerosa.