En 1776, el año de la declaración de independencia de los Estados Unidos de América, el filósofo escocés Adam Smith publicó el libro que habría de sentar la economía sobre bases sólidas. Lo llamó “La riqueza de las naciones”, y en él trataba de comprender los motivos por los que unas naciones progresan, mientras otras lo hacen menos o entran en decadencia. Para muchos lectores, la idea estrella del libro es su metáfora de “la mano invisible”, explicada con el ejemplo cotidiano de la fabricación del pan.
Los que recordamos como antaño se hacía diariamente el pan (excepto los domingos en los que había que guardar pan del sábado), con el panadero levantándose a las 3 o a las 4 de la madrugada para poder comenzar a repartirlo antes de las 6, visualizamos más fácilmente su enseñanza: el pan no llega pronto a los hogares por la bondad del panadero levantándose a tan tempranas horas, sino que tiene pan fresco gracias a que el panadero se levanta por su propio interés, poder vender su producción, y así ganar dinero. La enseñanza es que es gracias al egoísmo del panadero, queriendo ganar dinero, que la sociedad en su conjunto obtiene el beneficio de tener pan caliente para el desayuno. Será la “mano invisible” del mercado, prosigue Adam Smith, la que al confrontar la oferta con la demanda facilite el bienestar social de todos, sin imposiciones, intermediarios gubernativos, ni regulaciones innecesarias.
Mientras los fríos países protestantes luchaban durante la modernidad contra unas condiciones desfavorables para desarrollarse, premiando la industria de muchos de sus ciudadanos anónimos afanados en generar riqueza con la agricultura, las manufacturas o el comercio, en nuestro Jardín del Edén llevamos siglos bendecidos con riquezas que han llegado a nuestras manos caídas del cielo: antes por la conquista del Nuevo Mundo y la herencia de los Habsburgo, ahora por las oleadas de jubilados europeos que buscan un poco de confort y asegurarse que el cambio climático les toca también a ellos.
Así pues, hoy como ayer, muchas de las preocupaciones de nuestros gobiernos no tienen que ver con crear riqueza, ya que en realidad casi se genera sola, sino con repartirla. A fin de cuentas, no es tan importante que los panaderos se levanten pronto. Lo realmente imprescindible es llegar a tiempo a hacer cola a la tienda cuando distribuyen el pan, llega la carrera de Indias o se le pone una banda al turista simbólico 70 millones.
Dentro de este esquema mental, es por tanto perfectamente comprensible que nuestra Vicepresidenta quiera limitar los sueldos de los panaderos-empresarios, medida tan absurda como cuando hace cuatro siglos el Conde-Duque prohibía el comercio con la larga nómina de naciones en guerra con los Habsburgo. Si la riqueza ya nos viene de la mano de la Providencia, ¿no será herejía incentivar su creación?
Para un gobernante que nunca ha creado nada, y que ha sido aupado más por sus relaciones en la Villa y Corte que por su contribución al PIB, es muy difícil meterse en la piel del panadero-empresario, que en su afán de mejorar su situación hace que aumente ese PIB y haya más pan para todos. No hay problema, nuestros panaderos se llevarán sus empresas a Holanda, a Andorra o a Portugal, pero nosotros les lanzaremos invectivas por insolidarios, mientras seguiremos encantados con tal que en la cola nos toque algo de pan, aunque sea de ayer, y pontificamos en Davos a quien nos quiera oír acerca de nuestra manera de fomentar la pobreza de las naciones.