La mirada del centinela

El oro de Baltasar

Se aleja ya la cabalgata de los Reyes Magos, retornan a Oriente aupados a sus camellos; todavía escuchan, transportadas en el viento, las risas de los niños al desenvolver sus regalos, los presentes que ellos reparten en todo el orbe, en su afán por no defraudar la ilusión de los más pequeños de la familia. Los adultos también escriben la carta, no de su puño y letra, pero la redactan en su cabeza, fantasean con algunos regalos que, saben de antemano, no recibirán. 

Soñarán con el oro de Baltasar, el mago negro que porta un regalo digno de reyes. Querrán que al pie del árbol, en el salón de sus casas, aparezcan varios lingotes del codiciado metal. Ansían brillar bajo el manto dorado del poder que otorga la riqueza, sentirse protegidos por una cuenta corriente bañada en oro, cambiar el oropel simplón de su apariencia cotidiana por el oro verdadero, burlar al destino y trocar la quincalla de sus días por los bienes que trae consigo ese insolente fulgor que ciega los ojos y calibra la benignidad de las personas. 

No querrán incienso, no pararán mentes en olfatear el olor de lo divino. No seguirán la estela de la auténtica salvación, ni se regodearán en la paz de los justos, eso no les excita. El aroma de la resina del incienso no les provoca nada. Piensan que el humo del incienso les nubla la vista, les priva de ver el brillo del oro que transporta el Baltasar de sus sueños. La codicia les hace olvidar que su paso por la tierra es breve, que nada material de lo que aquí obtengan les acompañará cuando no sean más que un recuerdo. La pretendida eternidad del hombre vivo que solo los muertos conocen. 

Tampoco querrán mirra. Porque la mirra es una sustancia que anestesia, y no queremos que nada nos aparte de la carrera hacia el paraíso del oro. Del árbol de la mirra se extrae, practicando una incisión en su corteza, la sustancia con la que el Señor vino a quitar el dolor en el mundo. La mirra es una alegoría que nos recuerda que Cristo, como hombre, estuvo sujeto a la muerte. Nadie desea que le regalen mirra, porque se asocia al sufrimiento y la angustia. 

Tres regalos, en definitiva, que los Reyes Magos trajeron al niño Jesús: el oro como rey, el incienso como Dios, y la mirra como hombre. Y los niños adultos que somos deseamos solo el primero, el símbolo de poder, de riqueza, de la divinidad efímera en la tierra, el oro de Baltasar. 

Necesitamos más incienso que sane nuestras heridas emocionales. Quemar incienso y, con él, quemar el dolor que nos causan los sinsabores de la vida. Aspirar su aroma y purificarnos. Desasirnos de la forma material, en un vuelo que acompañe al humo del incienso, nosotros elevándonos sin el peso del oro atado a los tobillos. 

Necesitamos más mirra que cure nuestras cicatrices. Que nos terse la piel, que con su fragancia cálida y terrosa recuerda que estamos de paso y no debemos ansiar aquello que no nos convierte en mejores personas. Con la mirra se embalsamaban los cuerpos, es un regalo que anticipa lo que está escrito. Jesús murió en la cruz para salvarnos, la mirra simboliza su misión redentora. Tengamos nosotros la grandeza de espíritu suficiente para saber que el oro no es el mejor de los regalos que podemos recibir. Seamos sabios, como los Reyes Magos, y reconozcamos que no es el oro el que nos aliviará el sufrimiento, ni su brillo el que ha de iluminar nuestro camino.