Un gallego en la galaxia

La nueva edad de oro

En su discurso inaugural, Trump declaró que su elección a la presidencia por segunda vez marcaba el fin de la decadencia y el principio de una nueva era dorada para los EUA. Su vuelta providencial a la Casa Blanca era el punto de inflexión que devolvería al país su soberanía, prosperidad y seguridad perdidas, convirtiéndolo en la admiración y envidia del mundo entero. Restauraría la competencia, eficacia y lealtad gubernamentales, restituyendo la imparcialidad de la justicia y la libertad de expresión, deteniendo la ola de inmigración ilegal, reorganizando la sanidad pública y reformando el sistema educativo. De ese modo el pueblo recobraría sus libertades democráticas, su riqueza, paz, orden y orgullo. Y como su inauguración coincidía con el día de Martin Luther King, les prometió a las comunidades latina y afroamericana, en agradecimiento a su apoyo en las urnas, hacer su sueño igualitario realidad. Su prioridad era restablecer la grandeza económica y militar del país, apoyándose en su constitución y sin olvidarse de su dios. Esta sarta de promesas floridas, con su mentada revolución del sentido común, resultó ser la trampa retórica de una pesadilla orwelliana, pues nada más sentarse al despacho de la Oficina Oval, promulgó una serie de decretos leyes implementando un programa político ultraderechista en contravención de sus declaraciones. 

Para empezar, Trump y el resto de su gabinete de obsequiosos son un fato de ineptos cuyo fin no es la prosperidad, felicidad y grandeza del país sino su enriquecimiento y glorificación personales. Estos presuntos sucesores de Lincoln no representan al pueblo sino a la oligarquía y sus desorbitadas ambiciones capitalistas, para cuyo fin han procedido a bajar los impuestos y a desmantelar el aparato estatal, en especial el sistema de seguridad social y de ayuda humanitaria. No muestran el menor respeto por la ley, deteniendo y deportando a miles de indocumentados sin el debido proceso judicial y acinándolos como criminales en prisiones de alta seguridad en Guantánamo y en El Salvador. Han renegado de los acuerdos internacionales y los reglamentos estatales relativos a la crisis medioambiental y al cambio climático por considerarlos un impedimento para el crecimiento económico, anunciando a bombo y platillo el aumento de la extracción de sus reservas de oro negro para abaratar la energía y reducir la inflación. La deuda nacional es estratosférica y tienen serios déficits en su balanza de pagos, por lo que le han impuesto tarifas exorbitantes y supuestamente recíprocas a todo el mundo, incluyendo cierto archipiélago antártico gobernado por pingüinos. (Resulta que dichos cálculos no tienen nada que ver ni con los aranceles ni con la reciprocidad, poniendo en evidencia su estupidez.) En su intento de silenciar toda crítica y oposición, han arremetido contra la libertad de expresión, reprimiendo especialmente toda protesta contra el genocidio de los palestinos bajo el pretexto de antisemitismo. Siguiendo el extremismo retrógrado de los predicadores evangelistas, han emprendido una cruzada contra la educación pública, las universidades y las instituciones culturales, a las que perciben como bastiones de su bestia negra el humanismo liberal. Pretendiendo establecer la meritocracia, han abolido la promoción de la diversidad, la igualdad y la integración social, alentando el más rancio racismo supremacista anglosajón.   

Lo único que se salva de la gran poda es el presupuesto militar. Preso de su obsesión con El Dorado, habiendo declarado una guerra económica mundial y amenazando con plantar su bandera entre monos aulladores, marcianos y narvales, se entiende que Trump apueste por el poder y la fuerza de las armas. Y buena falta le van a hacer cuando al final se enfrente en Armagedón a los cuatro jinetes del Apocalipsis, cuya conflagración es la apoteosis inexorable de su codicia, su autoritarismo y falta absoluta de inteligencia y compasión. Miserere nobis.